EL TESORO DE LODARES
CAPITULO
VIII. LA COSECHA DEL 84
-Estimado público, con todos
ustedes... ¡Los Mascamierdas de Hamburgo!.
Eran las cinco y media de la
antepenúltima tarde de 1984.
Sobre el escenario del pabellón polideportivo del parque Abelardo Sánchez de Albacete cuatro jóvenes neófitos debutaban ante un auditorio entregado definitivamente a la recién estrenada vorágine del rock and roll local. Uno de ellos, el más descarado, Fernando Andicoberry, sostenía sobre su cabeza un casco de albañil en el que pretendía conceptuar todo su mensaje interurbano callejero, toda su furia antisistema. En los coros, Franky-Franky, el dueño absoluto del manifiesto reivindicativo sobre la calidad del tomate de Liétor (Tomates de Liétor era esos días una canción suya muy celebrada en los medios radiofónicos -programa Aeroplano-).
Contemplando aquel esperpéntico cuadro, los primeros cien valientes que habían desafiado el mínimo recato al decoro, impresionados por la última moda incorporada en el flamante listín costumbrista en una capital de provincias como la suya. Sonaba Ca la abuela, un mugriento empalme de acordes desprovisto de cualquier vestigio armónico. Fernándo, Miguel Ángel, Daniel y Felipe, los músicos, no eran de Hamburgo, pero de alguna forma tenían que bautizar a aquello que entre los cuatro habían comenzado a crear dos semanas antes.
Sobre el escenario del pabellón polideportivo del parque Abelardo Sánchez de Albacete cuatro jóvenes neófitos debutaban ante un auditorio entregado definitivamente a la recién estrenada vorágine del rock and roll local. Uno de ellos, el más descarado, Fernando Andicoberry, sostenía sobre su cabeza un casco de albañil en el que pretendía conceptuar todo su mensaje interurbano callejero, toda su furia antisistema. En los coros, Franky-Franky, el dueño absoluto del manifiesto reivindicativo sobre la calidad del tomate de Liétor (Tomates de Liétor era esos días una canción suya muy celebrada en los medios radiofónicos -programa Aeroplano-).
Contemplando aquel esperpéntico cuadro, los primeros cien valientes que habían desafiado el mínimo recato al decoro, impresionados por la última moda incorporada en el flamante listín costumbrista en una capital de provincias como la suya. Sonaba Ca la abuela, un mugriento empalme de acordes desprovisto de cualquier vestigio armónico. Fernándo, Miguel Ángel, Daniel y Felipe, los músicos, no eran de Hamburgo, pero de alguna forma tenían que bautizar a aquello que entre los cuatro habían comenzado a crear dos semanas antes.
Interinos y Contratados |
Los Hijos de Sánchez |
- Nuestras letras
no son tontas y en ellas definimos tanto lo que nos gusta como lo que
nos desagrada. Describimos aventuras que hemos vivido y otras que nos
inventamos - le contaba a pie de escenario Blas Belmonte a Ángel
Cuevas, periodista del diario La Verdad.
Con Blas estuvieron aquella
primera noche y muchas más Willy Villar, pose y look
impagable al servicio del pop (también en A la Felicidad por la
Electrónica), Jesús Villar, que ya había dejado a los Andrade,
harto de probaturas y del propio nombre del grupo, Javier Sánchez,
que tocó los teclados esa tarde sin la sempiterna compañía de su
perro y Pepe Belmonte, un batería que daba la talla enérgica y que
efectivamente aprendió a golpear los tambores con el repertorio del
fallecido Stiv Bator y sus chicos. El grupo dio el pego en aquella
primera actuación; a partir de entonces, cada vez que se anunciaban
arrastraban a los que guardaban algún débito con la moda. Ver a Los
Hijos de Sánchez era como estar al día, porque ellos mismos
transmitían esa sensación de factoría, de puesta a punto. Límite
de Provincia y ¡Oh no Will! fueron sus temas estrella y
las cantaron hasta sus últimas horas como banda, que llegaron,
casualidad, cuando los cinco comenzaron a desfilar por los cuarteles.
Años Marcianos |
Había algo en Años Marcianos que
frenaba el reconocimiento fronterizo, aparte de su reconocida pereza
en ensayos y puesta a punto: su extremada frialdad, su moderación
ilimitada y su exagerada timidez. Por aquel entonces, hablar con
algunos de ellos iba acompañado de una rápida y obligada visita al
especialista de terapias de grupo más interesante que tuvieras a
mano. Buena gente, pero abúlicos. La mitad de Años Marcianos eran
un iceberg humano.
El cartel de la mencionada noche en el polideportivo estaba completado con un menú a prueba de estilos, géneros, en algún caso estómagos y, no olvidemos, dosis masivas de moral, mucha moral para creernos aquello que tanto chaval quería colarte. Sin ir más lejos, los fieles-cumplidores-de-la-simbología-espartana-heavy, los grupos Adobe, Helio o el retardado segundero del pop nacional, grupos como El Nombre es lo de Menos, Banda Ciudadana, Unidad Móvil y unos prometedores almanseños titulados Sesión Continua, con aquel amigo de todos que fue Artemio, a la guitarra, y que falleció demasiado pronto y los teclados de Javier Barnés, hermano del pintor de la movida en Albacete Miguel Barnés. También estuvieron Gris Viena, el correctísimo reciclaje del grupo Atlanta que seguían sin impresionar a nadie pese a la calidad técnica de sus miembros: Joaquín Pascual, el Membri, Eduardo Fernández, el niño Tomás Briz (uno de los pocos vientos poperos que ha dado la villa además de sabroso pianista), Paco Domínguez y aquel cañón en la batería que ya comenzaba a ser reclamado por todos los grupos que tuvieran problemas en la base rítmica, Antonio Atienzar.
El cartel de la mencionada noche en el polideportivo estaba completado con un menú a prueba de estilos, géneros, en algún caso estómagos y, no olvidemos, dosis masivas de moral, mucha moral para creernos aquello que tanto chaval quería colarte. Sin ir más lejos, los fieles-cumplidores-de-la-simbología-espartana-heavy, los grupos Adobe, Helio o el retardado segundero del pop nacional, grupos como El Nombre es lo de Menos, Banda Ciudadana, Unidad Móvil y unos prometedores almanseños titulados Sesión Continua, con aquel amigo de todos que fue Artemio, a la guitarra, y que falleció demasiado pronto y los teclados de Javier Barnés, hermano del pintor de la movida en Albacete Miguel Barnés. También estuvieron Gris Viena, el correctísimo reciclaje del grupo Atlanta que seguían sin impresionar a nadie pese a la calidad técnica de sus miembros: Joaquín Pascual, el Membri, Eduardo Fernández, el niño Tomás Briz (uno de los pocos vientos poperos que ha dado la villa además de sabroso pianista), Paco Domínguez y aquel cañón en la batería que ya comenzaba a ser reclamado por todos los grupos que tuvieran problemas en la base rítmica, Antonio Atienzar.
De izda. a dcha: Carlos Cuevas, Miguel Guardia, Joaquín Pascual y Camilo Fuentes |
- Aquel día,
todos eramos primerizos. Yo tenía entonces catorce años y andaba
como loco siempre despistando a mis padres para coger una guitarra y
aporrear a Parálisis Permanente. Fue bonito porque muchos nos
conocimos allí mismo, en unas probaturas de sonido que jamás
habíamos hecho y con un instrumental con el que nadie estaba
familiarizado - dice ahora Juan Carlos Rodríguez.
- No creas, el
público aún estaba menos acostumbrado que nosotros, los que fueron
aquella tarde al polideportivo del parque..., ¡esos si que eran
todos unos pardillos en los directos! - remata Juan Carlos.
- ¡Viva Polonia!
- terminó gritando aquella noche Juan Andrés Villena, de Años
Marcianos.
Marcianos.
LOS SONIDOS DEL CONCIERTO
Una tarde de esas empeñada en romper la monotonía en el trabajo le vi preguntar por mí mientras cruzaba el pequeño umbral de la emisora de radio Antena 3; como es lógico, en esos momentos uno no hubiera podido imaginar la constante relación que iba a mantener en los siguientes años de aquella desperezada década con aquel personaje que acababa de aparecer. Decía que era de Hellín, que venía de Murcia y que quería instalarse en Albacete.
- ¿Y qué haces?
- le pregunté
- Sonorizo grupos
de rock - me contestó con decisión
- ¿Cómo te
llamas?
- Custodio,
Custodio Martínez. Vengo a ver si me puedes echar una mano
Tal como estaba el patio en aquel
momento, Custodio Martínez no necesitaba una mano sino toda una
compañía de estímulos, de auxilios, la Brigada Lincoln, vamos. Me sorprendió,
no obstante, su seguridad, su determinación en lo que decía y en lo que tenía
que hacer. Lo tuvo nítido desde el primer instante que decidió dar
aquel salto cualitativo en su vida: hay maquetas grabadas, hay rock;
hay rock: debe haber conciertos; hay conciertos..., ahí estoy yo.
- La cosa no está tan clara -le dije
(utilizando la vieja terapia de choque)- hay nuevos grupos
musicales, sí, pero todos están como tú, empezando y sin un duro.
No irás a cobrarle a la gente por grabarles dos canciones...
- Vale, habrá que hacer concesiones y
todo eso, pero saldrán más grupos y hará falta alguna gestión de
sonidos, no sé, un estudio de grabación...; quiero empezar
sonorizando conciertos; para que contraten empresas de fuera que me
contraten a mí – insistió
- ¿Y de qué material dispones? - le
pregunté, sospechando que venía con una mano delante y otra
detrás...
- Hombre, de momento tengo unas cajas
Martin que me las he hecho yo y además me van a dejar una mesa EQ
de dieciséis canales; luego, todo se andará
Custodio Martínez, efectivamente,
venía con una mano delante y otra detrás, pero también venía con
Dolo, su mujer, su mano derecha, su hombro y en muchos casos su
propia cabeza. Eran dos personas a repartir ilusiones, era la
tenacidad al cuadrado y juntos habían acordado aquel duelo con el
diablo, aquel enfrentamiento abierto con el establishment.
Puro delirio de quien en un momento de la vida sueña tumbado boca
arriba, contando estrellas y escuchando Quimérica Laxitud de
Bloque: “Volvemos a Albacete, que algo se mueve allí ahora y
ponemos un negocio de sonorizaciones, que de eso algo entendemos”
debieron pensar una noche en el campo de fútbol de Mazarrón
mientras el promotor de conciertos Tony Perea les tendía una manta
sobre el cesped.
Custodio entendía algo, sí, pero
sus primeros conciertos sonorizados (aquel tercero del Pabellón
Polideportivo del Parque Abelardo Sánchez fue uno de ellos) sonaron
a chapa enrobinada, a metal de lata, a barril de propano. A los
grupillos locales les encantaba que hubiera una mesa de sonido como
las que habían visto alguna vez en los conciertos de cada 1 de
septiembre en la Plaza de Toros de Albacete y que hubiera alguien
manejando aquel artefacto indescifrable, básicamente intentando
sonorizar lo imposible. Luego, cuando acababan su perorata se
quejaban:
- ¡Es que Custodio no tiene ni idea!
- decían los muy ladinos, cuando muchos de ellos no estaban
acostumbrados al instrumento que tenían entre las manos
- En cuanto me descuido se me van al
amplificador y ¡hala! ¡a tope! - se justificaba desesperadamente
Custodio
Custodio Martínez, poco a poco,
grupo a grupo, concierto a concierto, fue conociendo artimañas,
trucos y secretos profesionales y no tardó en hacerse un nombre en
la comarca. Tenía razón, estaba solo, era barato y tampoco estaba
la cosa para tomársela de Filmore East. Al poco tiempo, ya había
sonorizado a Loquillo y a Gabinete Caligari en Tarazona gracias al
promotor local Ángel Zamora, el del pub Star, a quien gustaba de
contratar a los líderes del rock “machote” (Los Coyotes también
estarían en Tarazona). Más tarde, Custodio sonorizaría a Barón
Rojo, Seguridad Social, Obús, Sindicato Malone...
Un día, me invitó a conocer el
estudio de grabación que había instalado en su propia casa. Allí,
entre cristaleras, taburetes y cables faenaban con instrumentos
electrónicos los que se suponía que eran sus músicos de estudio:
Alberto Cano, Franky-Franky, Eduardo Fernández, Francisco Javier
Carrasco, Francisco Javier González; los que debían servir de
soporte profesional (es un decir) a los cortos de recursos. Desde ése
día, asistí regularmente a las sesiones que allí se celebraban,
porque grabar, lo que se dice grabar, no es que se grabara mucho, más
bien se empleaba el tiempo en probar la colección de nuevos
materiales que Custodio no dejaba de solicitar a las distribuidoras,
otro negocio paralelo: Custodio y Dolo sabían el terreno que pisaban
y las necesidades que tenían cada músico y cada grupo.
Y allí fue donde les presenté a
aquel dibujante de cómics madrileño que tocaba el saxo y la flauta
travesera divinamente, José Lillo, Pipiyo; allí fue dónde
se grabaría una maqueta estrambótica, estrafalaria, surrealista,
que luego utilizaría yo mismo en la radio y en el pub La Luna con el
nombre anunciado, pura entelequia, de un imaginario grupo galés
llamado Alex Malboro Band sin que nadie advirtiera el pufo. Los
integrantes de aquel desatino fueron Franky-Franky a la guitarra,
distorsionada, salvaje, asesina; Pipiyo al saxo, tono
free-jazz; Alberto Cano utilizando una caja de ritmos a estrenar
(otra pasmosa novedad) y el propio Custodio y yo mismo estrenando
otro artilugio denominado Vocoder, un aparato electrónico que
modifica a tu gusto tonos y velocidades vocales entre otras muchas
virguerías. Venus de Shoking Blue y Twist and Shout de
los Beatles fueron los desparrames conocidos que destrozamos aquella
tarde y que luego publicaría en Albacete sin cortarme un pelo. Ése
mismo Vocoder sirvió para que Alberto Cano grabara su histórica
Moqueta Verde, un curioso ejercicio musical entre Mark
Knopfler y New Order que aún guardo con cariño.
Disco editado en Tres Bien Records, con Trollstones y Vitamina Vil |
Hoy, Custodio Martínez ya no está
solo, Onda Tres, otra empresa de sonido, nació con los mismos
objetivos hace unos años, pero a estas alturas él ha sonorizado ya
a los grupos más importantes del país “a excepción de Mecano, El
Último de la Fila y Danza Invisible”, me corrige. También a
bastantes grupos extranjeros como Inmaculate Fools, Gun, The
Fuzztones... Su modesto emporio ocupa ahora toda una planta baja de
un edificio a sólo unos metros del Ferial, los estudios de grabación
DC Audio, nombre de la misma empresa de sonorización que dirige, que
se multiplica cuando llegan grandes festejos y que facilita las
grabaciones al primer sello discográfico de la provincia, Tres Bien
Records, donde igualmente ejerce la gerencia.
A Dolo y Custodio les salieron las
cuentas aquella hermosa noche de rock en Mazarrón.
CONCURSA QUE ALGO QUEDA
Franky-Franky, y desde luego los
grupos folclóricos Tradición, Siembra, La Retahíla, La Cuerda,
Manuel Luna, habían conocido ya lo que era un estudio de grabación
profesional, habían palpado hasta el ensueño lo que significaba
entrar en las palabras mayores de la industria fonográfica: tener un
plástico propio entre las manos, un vinilo, un disco que pasaría a
la posteridad y pudiera comprarse en las tiendas y escucharse en las
emisoras de radio y hasta en alguna juke-box perdida. Quedaba el
resto de la tropa pop. Que el constante ronroneo de conciertos en
institutos y alguna sala aventurera (Metro lo fue, como después
Gabinete, en aquellos recordados sótanos del Gran Hotel), maquetas y
entrevistas en emisoras, se plasmara en algo material, a ser posible
de vinilo. Las instituciones ayudaban a su manera, es decir,
consolaban a los chavales inquietos de la zona con un aventurado
teloneo en alguna visitas nacionales de las esperadas al menos una
vez al año en la plaza de toros u organizaban concursos, ésa
especie de trámite legal que justificara “la apasionante
dedicación de la institución por los jóvenes”. Se sucedieron los
concursos, uno detrás de otro, a veces coincidiendo en las fechas y
hasta en las propias bases clasificatorias, papeleo que se pasaban
unos a otros, funcionario a funcionario, por aquello de no
complicarse demasiado la vida. Concursos y más concursos, donde a
las instituciones también les saldrían gratis los cachés de la
fiesta final al ir todos los grupos por voluntad propia y donde, en
más de una ocasión, los mismos músicos tendrían que
subvencionarse viajes y estancia en la localidad de la provincia o
región donde se celebrara el acto. La mayoría de las veces era una
tomadura de pelo, pero los grupos musicales no tenían otra opción
si querían tocar o, aún más aventurado, ganar unas pesetillas e
incluso grabar un disco si es que pensaban ganar el maldito concurso.
- Nunca nos gustaron los concursos,
pero no teníamos más remedio que aceptarlos si queríamos tocar o
aspirar, en aquellas circunstancias, a grabar un disco. Los
organizaban pésimamente y sin medios unos auténticos paletos del
rock. Un cutrerío – Juan Carlos Rodríguez, evidentemente, no
tiene buenos recuerdos de aquellas experiencias provinciales.
con Dirección Prohibida y Tony Bonal |
con Paramecios |
- No creas – matiza Juan Carlos
Rodríguez – aquellos discos se oían en las emisoras de
Puertollano, Tomelloso, Socuellamos y demás y luego nos llamaban
para tocar. Nos conocían por aquellas horrorosas grabaciones que
teníamos que realizar en un plazo máximo de dos horas para no
encarecer el estudio de grabación. Era una barbaridad. Todo en dos
horas, incluidas las mezclas, porque los arreglos los hacíamos en
Albacete antes del viaje. En uno de aquellos viajes, a Los Buenos
nos robaron en Madrid todo el material mientras teníamos el coche
aparcado. Aquella mañana me había comprado una guitarra. Grabamos
con instrumentos prestados y deshechos moralmente.
Justo en el momento más
inoportuno, movida madrileña de los ochenta, nacieron Zepo, un
grupo heavy metal que fundamentaba toda su música en los mejores
registros de Eric Clapton (Carlos Aguilar encontró en ellos su
mejor forma de expresión con la guitarra) y David Coverdale (Jesús
Martínez, el Chule, ¿lo he dicho?, el mejor vocalista de la
villa desde la retirada de Juan Rosa, el Rana). Con ellos, una
potentísima sección rítmica formada por Juan Gómez y Alfonso
González. Los cuatro con la sana idea de emular los espectáculos
de Barón Rojo cuando ya nadie podía verlos, cuando el rock duro en
este país era sólo refugio de los nostálgicos de los setenta,
década donde brillarían sus héroes Black Sabath, Deep Purple,
Nazareth, Rainbow o Judas Priest. No les importó, batallaron en
tierra de nadie y alcanzaron su objetivo: la edición del primer
álbum de 33 revoluciones de un grupo de Albacete: Portero del
Infierno. Lo de Zepo fue una cruzada, una cruzada enfrentada al
ignominioso papel de los “bandarras” modernistas, frente a la
acusación, casi masiva, de que los músicos heavys repetían una y
otra vez los mismos esquemas, las mismas voces, identica
parafernalia escénica año tras año, bastante antes de que a Sid
Vicious le rompieran por primera vez los dientes.
- Lo que nosotros hacemos es cultura,
toda expresión artística es cultura. Narciso Yepes la expresa con
la música clásica y nosotros con el Rock. Carlos es un artista y
exhibe constantemente una cultura rock – afirmaba el Chule
Zepo. Portada del álbum Portero del Infierno |
Zepo desapareció justo después de editarse el disco. Perdieron estrepitosamente la jugada porque a nadie le interesó el buen trabajo realizado. Ni a Albacete, ni al país, ni siquiera a la compañía discográfica, 21 Records, que había prestado los valiosos estudios Sonoland para registrarlo. No fue el momento apropiado. No hubo quorum.
FILOSOFÍA Y ROCK AND ROLL
Franky-Franky sí lo tenía, aunque no fuera precisamente entre los músicos albaceteños que criticaban entre ellos algunas carencias de aquel personaje arrogante y endiosado que encandilaba a la audiencia deseosa de estrellas locales a base de guiños localistas, tales como:
Franky no era ni mucho menos una estrella del rock, pero él se lo creía y hacía lo que podía para que los demás lo creyéramos. Un tipo con toda la inteligencia del filósofo puro graduado desde Las Peñas de San Pedro. Su vocabulario era de Las Peñas, su postulado estético también y su aguda chulería venía a ser una autodefensa tribal dirigida a quienes, sin tener la menor idea colectiva o gremial (él sí la tenía), gozaban del acomodo de la capital. Pronto cambió su estatus artístico y comenzó a rodearse de músicos experimentados. El primero fue Antonio Atiénzar, aquel chaval de Atlanta que había crecido y crecido y que ya estaba considerado como el primer batería de la ciudad. Luego llegarían más:
Aquel chico no llegaría a cuadrar en la formación; Franky buscaba, al mismo tiempo que músicos, imágenes, la estética del rock llevada a su punto más impactante, pero Fernando Alfaro estaba en las antípodas de la música de Franky y además el destino le tenía reservado en la música nacional un papel infinitamente más importante que el que jamás hubiera soñado Franky. Al final, el de Las Peñas tuvo que conformarse con una combinación descafeinada de ambas cosas, aunque, afortunadamente para él, prevaleció la indispensable: los músicos, porque a su tronco del pueblo, Fernando Alfaro (nada que ver con el anterior) llegarían más tarde las incorporaciones de Rosendo Romero, Jesús Naranjo, Nel Ródenas (un heavy burgalés nacido en Albacete), Miguel Ángel Espinosa y, últimamente, Antonio Fuentes y Francisco López, Prisco para los amigos, dos killers procedentes del heavy local: las mejores guitarras albaceteñas al servicio del divo. Antonio Toño Atienzar seguiría zurrándole a los tambores.
Con aquello ya podía convencer a los incrédulos, a los que le tachaban de zafio e impertinente. Él no cambió mucho, pero la banda sonaba como un cañón al poco tiempo. Las letras eran albaceteñas, en muchos casos con un poso humorístico decididamente ingenioso, el mensaje también y la música era puro rock and roll; ya tenía lo que quería. Cuando lo encontró, se dedicó en cuerpo y alma, como lo había hecho en su papel artístico, al management, a su gran objetivo: los discos, las giras, la fama, la inmortalidad, todo a su tiempo; incluso la concejalía de cultura de su pueblo, Las Peñas de San Pedro.
Franky fue pronto fichado por La Fábrica Magnética, un nuevo sello discográ?co que acababa de crear Servando Carballar, pieza fundamental de una de las bandas más conocidas a nivel nacional, los fantásticos Aviador Dro y otrora promotor de la compañía nacional más importante del país, Discos Dro, después de mantener un ri?rrafe judicial espectacular y sonado con sus antiguos socios. Servando necesitaba producto nuevo, abrir fronteras y descubrir lo que se moviera con cierta chispa, sorprendiendo así a la industria del plástico y de paso a Discos Dro. Franky reunía las condiciones demandadas: era un tipo listo y con carácter, tenía una gran banda, una buena imagen y muy poca vergüenza. Su planta, su pose, lo hacían aspirante número uno a la nueva compañía como alternativa válida a los héroes del “rock chuleta” y demás que ya grababan para otros: Loquillo, Víctor Abundancia o Jaime Urrutia.
Ya antes, habían vuelto a avisar con un disco de 45 r.p.m., Soy del Llano, sufragado por él mismo y producido artisticamente por el entonces cantante del grupo valenciano Comité Cisne, Carlos Goñi. Valencia, siempre agoniosa de nuevas emociones se le había rendido incondicionalmente. La Gasolinera, Pachá y Garaje, tres garitos con solera macarrera, le abrieron sus puertas en varias ocasiones; los estudios Pertegás le alquilaron el local y Chirivella Records se encargó de repartir aquel canto, qué digo: aquel himno, a la reivindicación manchega, vía psicobilly:
Resultó emocionante verle una noche en el pabellón ferial de Albacete celebrando con todos sus paisanos de la región el día de Castilla-La Mancha. Las banderas blanquirojas ondeando en el viento y como 5.000 personas vitoreando y acompañando el estribillo de la canción. Sobre el escenario, un Franky recibiendo el nirvana. Había ganado otra batalla, Albacete, su tierra, su provincia, su región, se habían rendido a sus pies. El siguiente paso sería la toma de Madrid. Servando Carballar y La Fábrica Magnética esperaban.
Servando Carballar se había encontrado con el diseño ya hecho. La industria del disco pasaba por una de sus etapas más jugosas, en los últimos tiempos prácticamente se vendía todo y el obrero especializado, Servando, pretendía volar alto con su primera selección nacional: Los Amantes de María, Domingo y Los Cítricos, Buenas Vibraciones, con un resucitado Iñaqui Fernández (Glutamato Ye-Ye), Ricky Amigos, Rock and Bordes y el manchegazo Franky-Franky y su Ritmo Provisional. Bueno, pues no ocurrió absolutamente nada después de aquellos primeros lanzamientos. El de Franky fue La rebelión del Llano, igualmente producido por Carlos Goñi (hoy en Revólver), álbum donde el de Las Peñas había dado rienda suelta a su comprometida imaginación con la comarca. Letras localistas, situaciones cercanas y familiares para todos nosotros y un excelente directo que a juzgar por su repercusión no acabó de traspasar fronteras; quedó a tan sólo unos kilómetros de Madrid. Igual ocurriría con el segundo intento en La Fábrica, Que hablen las guitarras, donde un histérico Ángel Altolaguirre, cotizado productor de bandas malditas, no acabó de entenderlos.
Fue, no obstante, un trienio apasionante para Franky, en el que hizo televisión, giras, radio, vídeos, sin llegar a saltar ese pequeño peldaño que separa la difusión y promoción de popularidad y las ventas. Quizá fue demasiado personal, demasiado castizo, musicalmente demasiado machacado, demasiado obvio, en fin, era demasiado demasiado todo lo que ofrecía.
A Franky, Francisco Sánchez Sahorí, también se le cruzó su propia carrera profesional que le llevó unos años a Extremadura y a Almansa, hasta que definitivamente aparcó su magisterio en un aula de filosofía del Bachiller Sabuco de Albacete, el instituto de todos y donde aún imparte sus conocimientos filosóficos, mucho más entusiasmado si sus alumnos pertenecen a la doctrina de Jesús Gil o del Atlético de Madrid.
Un gran tipo, Franky, que sigue rebuscando ahora sin presiones la pértiga que le haga saltar el maldito peldaño del reconocimiento absoluto y la leyenda, produciendo maquetas a los grupos noveles en su propio mini-estudio, creando bandas nuevas con sonidos originales, echándole una mano a Custodio Martínez en los DC Audio o dando esporádicos conciertos con su superbanda, El Ritmo Provisional. Una cosa sí consiguió: la Concejalía de Cultura de Las Peñas de San Pedro.
Albacete, poco a poco, había salido de aquellas catacumbas que fueron los años sesenta animadas de soledades y arrumacos en La Pulgosa; de aquel paseo interminable que fue la calle Tesifonte Gallego sembrada de pipas de Puntapuro; de las tortitas de nata de la cafetería La Española; de aquellas discotecas pomposas y remilgadas, Nexu’s (con un excelente Santiago Vico en las cabinas), Galaxy o Milán 71 (donde yo mismo maltraté algunos discos durante dos años), Skorpios, Zódiac e incluso, en los ochenta, Chaplin, Don Carlos (el viejo Petit Palais de los hermanos Haya), Monza y OK (hoy Anagrama). El pub La Luna marcaría el cambio y una cervecería alemana en la plaza de San José, Don Borg, alumbraría definitivamente la pista a seguir. Las noches de fin de semana comenzarían a ser realmente divertidas cuando en las cercanías de aquellos dos centros de reunión juveniles (cuya primera y decisiva innovación vino con la inclusión a un volumen de sonido considerable en los temas de moda que se escuchaban como primer instrumento de atención) empezaran a florecer establecimientos de parecidas características. La calle Concepción se llenaría de ellos en poco tiempo y la plaza de San José, exactamente igual. Todos rivalizando en anticipación de producto discográfico, en calidad de material, en etiquetas (rock duro, blando, hip-hop, house; nacional teen, nacional independiente, bacalao). Entre ellos, en la zona Concepción, la discoteca Metro, a la que pronto se bautizó como sala Metro porque a los hermanos Loyzaga, Paco y Pablo, se les metió en la cabeza que allí había que ofrecer algo más que música enlatada, es decir: conciertos. Los conciertos de la sala Metro se convertirían posteriormente en los de la sala Gabinete, al quedarse los dos hermanos sólos con el proyecto.
Poco más tarde, se ampliaría el radio de acción de los lives hasta llegar casi al parque Lineal con la inauguración de la discoteca/sala Roxy, cuando unos valencianos, de ésos que las ven venir, comprobaron que Albacete estallaba en música los fines de semana. En sólo unos años, por Metro y Gabinete pasaron todos los grupos de la ciudad, algunos en varias ocasiones, y de fuera veríamos actuaciones de los granadinos 091, Los Rebeldes, Seguridad Social, Tapones Visente (que dejaron a Custodio Martínez sin una de sus preciadas etapas de sonido) etc. En un tono menor también lo haría Roxy, que quiso jugar más fuerte, con sonidos internacionales como los de Inmaculate Fools, The Essence o Front 242. A estas dos salas de conciertos pudo unirseles en un momento dado una espectacular nave acondicionada para discotecas y conciertos en las afueras de la ciudad a la que llamaron Tik. La concejalía de urbanismo se aprestó a cerrarla por estar en terreno no urbanizable, como ocurriría con quienes heredaron el proyecto, el personal del pub Triángulo, cuando éstos y Albacete se preparaban para recibir a los británicos The Godfathers en un fiestón que probablemente hubiera cambiado el signo de los hechos en tiempos posteriores. Un affaire espinoso aquél, que llevó a los nuevos propietarios a montar una acampada en las mismas puertas del Ayuntamiento.
Hasta hoy nadie ha dicho qué ocurrió realmente con todo aquel trasiego de papeles entre Ayuntamiento y Consejería regional. Lo cierto es que la macro-discoteca sigue siendo una asignatura pendiente en nuestra capital.
De pronto, Albacete se convirtió en un punto de referencia hasta entonces desconocido por las agencias de contratación nacionales. Al pub La Luna se le uniría El Helecho y, más tarde, el PPD, el Albatros, Arlequín, el Tati, Cáncamo, La Máquina, etc. Posteriormente, El Sur, el X, Velvet (rodeado de músicos y una selección musical de nota alta), Kos. A Don Borg le sustituyó el Hollywood. También brilló la vieja taberna que nunca perdió su estatus: el Dos de la Parra y Terminal, El Final, Llámame Como Quieras (hoy Melotostón). Luego, el 101, el Tinte. Era como si las salas grandes ejercieran de madres putativas y alrededor de ellas se creara una prole de patitos revoltosos.
La sala Roxy tuvo uno muy cerca: Distrito 10, un garito al que podías acceder en horas de madrugada golpeando los nudillos de tus dedos en una puerta desvencijada y mugrienta; traspasar aquello era vivir “otra noche” albaceteña, la que no estaba escrita en los libros, cientos de cabezas a las seis de la mañana en una especie de cantina inspirada en la que habíamos visto en La Guerra de las Galaxias. Laberinto, Saxo, El Muro, ejem... palabras mayores. Por otro lado, los “patitos” también quisieron sumarse a la fiebre de actuaciones en vivo y durante una época en locales tan reducidos como Triángulo (¡qué pundonor el de esta gente!), el pub X, Velvet, Cáncamo, 24 Horas, la glamourosa terraza El Nilo y el Llámame como quieras, celebraron mini-conciertos o conciertos de bolsillo, donde poco menos que los músicos debían tocar sentados en la barra.
Todo en unos pocos años, todo salpicado de música y alcohol. El cambio, este cambio, sí llegó a nuestra ciudad, desde luego; aunque lo cierto es que entre unos y otros, el Ayuntamiento, la Diputación y, en menor medida, la Junta de Comunidades, la actividad musical de la villa se disparó. Aun así, uno sigue pensando que en aquella abundancia y fertilidad triunfó más la fachada sobre el interior, la carne sobre el alma y la barra copiosa y eventual sobre la seriedad musical.
La fiebre de los grupos sí continuó, no obstante. En 1986 se presentaron Los Buenos, un grupo hecho a imagen y semejanza de los británicos Jam, de Paul Weller, a quien Juan Carlos Rodríguez adoraba. Vestían como ellos, pese a ser unos infantes: chaqueta y pantalón oscuro de traje, ceñidos, con corbata y abrigo azul marino al uso. Se peinaban como ellos, es decir, como los viejos mods de los sesenta. Juan Carlos rebuscó y rebuscó entre las archivadas discografías de los Small Faces y los Who de Pete Townsend, escrutó, fotograma por fotograma, la película de Franc Roddam, Quadrophenia y dio contenido en forma de frenéticas canciones de dos minutos a su propia imaginación mod. El batería era Juan Andrés Descalzo, quien continuamente combinaba mescalinas con baquetas hasta el punto de no saber exactamente qué llevaba en las manos cuando subía a un escenario. Era muy joven, pero su escuela con Interinos y Contratados le sirvió para pasar la revalida como un excelente batería. Físicamente no se parecía a Keith Moon, pero su filosofía era la misma. Afortunadamente, nunca le dio por saltar al vacío desde la ventana de un hotel como su ídolo de Los Who. Descalzo, así se le conoce en el mundo de la barra fija, había sustituido a Juan Luis García, otro Atiénzar en potencia, en los primitivos Buenos. Fernando Gil, Femi, era el bajo. Dicen que de pequeño se cayó en una marmita llena de mods (Vespa incluida) y hasta la fecha su corazón pertenece a Brighton. Eran tres personajes calcados. Su técnica no es que fuera muy depurada, pero era tal su comunicación estética y filosófica que suplían cualquier tipo de carencias con directos arrolladores y divertidísimos.
Parecían los niños perdidos de Steve Marriot. Un encanto. Un encanto desaprovechado por el star-system que se empecinaba en recular en los mismos defectos. Aparecieron en dos discos de la Junta, como ya se ha dicho, pero en el tintero y en la conciencia de los ejecutivos discográficos quedarán para siempre sus magníficos y sofisticados manifiestos de muestrario mod en forma de maquetas y probaturas que atesoro para el resto de mis días: Franco en el estanco, Nefertitis tiene celulitis, Albacete pop-art, Algo en mí ha hecho ¡click! y sus estupendas versiones, cómo no, de Los Who, My Generation y I Can’t Explain, entre otras muchas proclamas generacionales.
Con tanta algarabía conjuntera, el Ayuntamiento de Albacete no tuvo más remedio que atender mis demandas y plegarias para organizar un concurso anual donde los grupos que hasta entonces no habían tenido acceso a las compañías de discos, que eran casi todos, pudieran al menos medir sus fuerzas en diferentes escenarios de la ciudad. Se escogió una fecha clave para semifinales y final: sería en San Juan, en plenas fiestas de junio, al aire libre y en el recinto ferial. Los dos primeros años se establecieron dos géneros musicales, presionados por los propios músicos, equivocadamente a mi juicio, el pop y el rock duro o heavy, lo que de alguna forma clasificaba y dividía a los grupos y más concretamente a los heavys, a los que nadie hacía caso, salvo su propia legión de seguidores que siempre han sido fieles y numerosos. Ni instituciones en sus fiestas, ni los locales de moda les llamaban porque el heavy no estaba de moda. Era como arrinconarles en un gueto y darles aquellas migajas sanjuaneras. Los chicos duros no protestaron y aplaudieron y alabaron durante aquellos dos primeros años a sus triunfadores: Sacrilegio (1988) y Taripé (1989), que compartieron honores con los poperos Buenos (1988) y Saltamontes Melancólicos (1989), una banda que en aquellos sus primeros años avalaban las hordas boy-scouts. Juan Luis García, su batería, ex-Bueno, ganaría otros dos concursos de San Juan más con otros grupos que “le pidieron el favor de acompañarles en los tambores”.
De aquellas ediciones datan los orígenes de Las Palabras de María, Zoot Suits (los propios Buenos, que se presentaron por duplicado para tener más chance), unos excelentes Troppo, los fantásticos Fabiolas, D.I.U., Ostias Tú, Los Domésticos, Los Clack, Banshee, Brevaje, Éxtasis, Photograph y Situación Extrema. Mucho ruido y pocas nueces, pero mucho ruido. En las ediciones posteriores aparecerían, además, Los Spínajais (decían que así comenzaba la canción de Los Beatles A hard’s day night), Esto No: Marcha, Los Atajkaburras, Razón de Más, Express, Rams, Los Sugestivos, Los Joserramones (o sea, albaceteños ‘arramonados’), los veteranos Pecata Mundi, La Leyenda, Bad Luck, La Moral, Los Trollstones, Los Imprevistos, Violeta y Cia y Dr. Jeckill, en 1990; Los Chack Berrydos (empezaron como Desertores), Lord Byron, Los Coleccionistas, Somos Mil, Vicio, La Calle (unos niños), Los Prepucios, Distrito 5 (el primer grupo hip-hop de la villa), La Reserva, Los Nómadas, Teenagers, Los Naúfragos, La Deuda, Camino Memphis, Próxima Apertura, Los Cabecillas, Ahí Es Ná, Sas, Los No y el guitarrista de Banshee, José Luis Cifuentes, con una banda fantasma, en 1991; por último, Flamina Tibiae, Neanderthal, Los Rangers, Los Crampones, Fábrica de Sueños, Hysteria, Arma de Doble Filo, Pinky Bull and Rock’n Bólidos, The del Mhongos, Harlem, De Ti Depende, Magia Negra, Cocktail Molotov, The Lirios, El Resto, Tubos Nixie y La Calle de la Pota, en 1992. Muchos de estos grupos repitieron suerte, sin suerte, y otros no pertenecen exclusivamente a la nómina de la capital.
Los últimos triunfadores de San Juan fueron La Leyenda (1990), Teenagers (1991) y El Resto (1992), llamado así porque precisamente sus componentes eran restos de los demás grupos eliminados. Para cerrar la fiesta, el Ayuntamiento contrataba a un grupo nacional que entretenía al personal mientras deliberaba el jurado: Dinamita pa los Pollos, El Norte, Siniestro Total y Los Elegantes lo harían en las cuatro primeras ediciones, Los Toreros Muertos no llegaron a hacerlo en la última (1992) tras un impresionante diluvio que cayó sobre el ferial. De todo este repertorio de ilusiones, de esta extraordinaria mezcolanza de músicos, jetas profesionales, amateurs, pintores, estudiantes, vividores, borrachines, promesas, de este estrambótico collage que se nos presenta cada año en primavera ha nacido lo que podríamos denominar “la cosecha sanjuanera”, en la que pese a participar en alguna edición, no deberíamos incluir a Los Fabiolas, por ejemplo, ni a Los Trollstones, ni a Las Palabras de María, ni siquiera a los jovencísimos La Calle o a la trilogía heavy por excelencia, Troppo, Sacrilegio y Taripé. Estos fueron grupos que ya tenían el doctorado justificado antes de probar fortuna en el exitoso concurso municipal.
A Los Fabiolas les habíamos conocido mucho antes que en el concurso de San Juan. Desde aquella sorpresiva maqueta casera de 1986, Mi familia, en la que ya se vislumbraba algo de su avanzada espontaneidad, de su incipiente frescura, de su perseverante invitación al baile y a la fiesta. Nada extraño conociendo aquella interesante formación que compartían algunos veteranos de la cosecha del 84: Jesús Villar (Andrade, Los Hijos de Sánchez, Padres de Mayo o Los Dedos), Miguel Guardia (Cortejo Fúnebre, Padres de Mayo o Los Dedos), Juan Andrés Villena (Años Marcianos) y Pepe Belmonte (Los Hijos de Sánchez), a los que posteriormente se les uniría un desertor del monopolio Franky-Franky, Miguel Ángel Espinosa (antes también Atlanta). Guitarras sesenteras y riffs de Keith Richards y Ray Davies por doquier mezcladas explosivamente con una base rítmica sobria y eficaz.
Los Fabiolas han sido siempre un gran grupo, un grupo con ideas, con estructura y hechuras de gran banda, olvidados injustamente por la industria discográfica en esta pequeña capital de provincias que para algunas cosas aún es Albacete. “Son alucinantes”, me dijo una vez Emilio López, ya en Los Elegantes, mientras disfrutábamos de un concierto suyo. La multinacional española Dro lo vio así en un principio y les contrató en exclusiva. Lo hizo o lo tuvo que hacer, sin duda, para que el pastel no se lo llevaran otros y tener un “banquillo” en condiciones. Porque de su segundo álbum, Perdón por nada, poco se preocupó en promocionarlo, algo indisolublemente unido al éxito instantáneo en estos tiempos que corren de radio-fórmulas musicales. Del primero, de aquel retablo de canciones beat, Cantando en español (1990), editado por Discos Medicinales, no se preocuparon ni ellos. Otro gran disco, como dije en alguna ocasión: “de los que a uno le gusta presumir ante amistades enteradas”.
Que un grupo local grabase un disco, hace tiempo que dejó de ser noticia de primera plana musical en Albacete. Pero en estos últimos años no sólo fueron Dirección Prohibida, Los Paramecios, Los Dedos, Los Buenos (aquellos concursos de la Junta, de Talavera o de Alcázar de San Juan), Zepo, Altozano, Franky-Franky o Los Fabiolas los que vivieran la siempre apasionante aventura de un estudio de grabación. Por ejemplo, en 1984, los hermanos Calero, Juan y Samuel, se fueron a los estudios Pertegás de Xirivella en Valencia sin cortarse un pelo. Recuerdo que a la vuelta fueron a presentar el disco a Antena 3 una tarde y a uno de ellos, Samuel, el pequeño, no le oí decir ni pío en toda la entrevista. El hermano mayor, Juan, confesaba estar convencido de que inexorablemente íbamos a una hecatombe nuclear, a un desastre espacial inminente. Lo del peligro nuclear efectivamente es incuestionable, ¡pero tan pronto! (pensaba yo). Estaban de moda entonces Azul y Negro, un par de horteras del sureste que solían amargarnos los comienzos de los reportajes televisivos sobre la Vuelta Ciclista a España en cada siesta. A Juan Calero le gustaban Azul y Negro, a Samuel... se supone que también. El disco de ellos era una descarada pantomima del de los cartageneros y si uno no se hubiera interesado y cerciorado de que iban en serio hubiese pensado a1 instante que estaba delante de unos humoristas profesionales. Naturalmente, Guerra nuclear (“¡es hora de paraaaaarl”) pasó inmediatamente a los archivos más recónditos de emisoras y discotecas. Comentario aparte merecerían sus actuaciones acompañadas de exóticas coreografías. Al final... ¿serían humoristas?
El grupo folklórico La Retahila también tuvo su disco pop. Llegó justo con el replanteamiento del grupo hacia objetivos más avanzados, hacia evanescentes experimentaciones que poco tenían que ver con el folclore de aldea. Vicente Ríos, uno de sus miembros, estaba como loco buscando algo parecido al estilo del arpista Andreas Vollenweider, pero la influencia decisiva en la banda les vino de un artista madrileño, Adolfo Rivero, cercano igualmente (como Vollenweider) al movimiento de la “nueva era” (new age) basado en la armonización artesanal de los sonidos menos comerciales. Rivero les puso en contacto con el percusionista americano Kenneth Nash y, casi sin podérselo creer, los chicos de Altas Horas, que así comenzaron a llamarse en su nueva configuración, consiguieron que el americano les mezclase los trabajos que ellos realizaron previamente en Madrid en sus propios estudios de Oakland, California. El disco, titulado Altas Horas (1988), aún salió con el nombre de Retahila como protagonistas y quizá sea una de las obras mejor confeccionadas que hayamos escuchado alguna vez por intérpretes locales. Era una pequeña exquisitez llena de guiños tradicionales. Otro disco que no miró injustamente los canales precisos para el reconocimiento popular, aunque ya de por sí estuviera rodeado de un clima diferente dada su condición de estilo indefinido.
En aquella fiebre repentina por grabar y grabar se perderían algunos intentos que por precipitación, capricho e incluso inexperiencia, automáticamente pasaron al cajón de sastre. El sencillo de Las Palabras de María, La ley del deseo (1989), fue uno de esos casos. Sus músicos también provenían del 84 y hasta llegar al 89 habían conseguido una depurada técnica, pero sus planteamientos musicales extraordinariamente ambiciosos, su engolada interpretación y sobre todo su manager, dejaban mucho que desear. Un tipo, el manager, que te enseña un vinilo de Bob Dylan agitándolo para que no se vieran los textos sobre el círculo rojo de la CBS, al mismo tiempo que te anuncia que es el esperado disco de su grupo en la famosísima multinacional, evidentemente no es de fiar. Carlos Goñi (Revolver), a quien acudieron para que les produjese el trabajo según me contó el trepa, me descubrió la fantasmada en una llamada telefónica la misma noche que habló con ellos en Valencia (el fulano le contó la "broma" que me había gastado). El sonido era un poco como les había ocurrido a otras bandas albaceteñas ya mencionadas, Dirección Prohibida, Atlanta, Gris Viena... música basada en lo más comercial del pop nacional, demasiada competencia pues para un grupo de provincias. Pero sobre todo estaban aquellas relaciones públicas de espanto que no creo les hicieran ningún favor. Mal dirigidos y mal aconsejados, terminaron por desanimarse hasta que quedaron libres. Las Palabras de María fueron famosos antes de serlo.
Taripé (Fatal, 1990); Terry Cuatro, antes Federico y Terry, de Villarrobledo (sencillos: Cabeza cuadrada, 1990, con Alaska de colaboración, y Chiripitizfragiliboom, 1990); Dox, la banda imaginaria de Pepe Inclán (Segunda vida, 1989); Teenagers (mini-álbum pagado por el Ayuntamiento de Albacete por ganar el concurso 1991 de San Juan); No!, con el Pelos de abanderado (No nos quieren, 1992) y los adolescentes La Calle (Mucho camino por andar, 1992) son las últimas bandas cuya música quedó registrada en vinilo, a los que habría que añadir el epé de cuatro canciones grabado en directo en la sala albaceteña Roxy por Franky-Franky (1990); también el mismo Franky y su banda colaborando en el álbum nacional dedicado al esquizofrénico cantante de Derribos Arias, Poch (un tema del doble elepé El Chico más pálido de la playa del Gros, 1991); el último ejemplar del largo serial protagonizado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, con Trollstones y Vitamina Vil, de Casas Ibáñez (1991) y el recién estrenado single de Taripé, de nuevo inasequibles al desaliento, Quieres colorao (1992). Mucho disco, que en parte mantiene ligeramente sorprendida a la crítica especializada en el país, que suele preguntarse qué diablos pasa en Albacete y que, efectivamente, puede dar una visión equivocada de lo que realmente sucede.
Este ramillete de opiniones nacionales, expresadas por especialistas del folio musical, también está dedicado al mismo grupo albaceteño, al que se fue a Inglaterra a grabar el álbum Hermanos carnales. Al mismo que, llamándose Los Bichos, vimos un día en aquel boceto de sala de conciertos al que llamaron extrañamente Lácama. Estaba situado justo frente al Centro Cultural La Asunción, en el pequeño callejón de las Monjas. El local tenía todas la papeletas para asumir un estratégico papel en la música de Albacete, pero los vecinos y, posiblemente, las momias sepultadas del antiguo claustro de La Asunción no se lo permitieron, aunque cuando los papeleos legalistas, el abandono empresarial y la extravagante cutrez del lugar propiciaron el fracaso y el abandono ya fue demasiado tarde: Los Bichos habían debutado en Albacete.
Carlos Cuevas era el batería de Los Bichos aquella histórica noche, fue la quinta vez que se sentaba en un taburete de batera pero no se encogió; Carlos había sido el cantante de Interinos y Contratados, cosecha del 84, de Los Padres de Mayo y de Los Dedos y su presencia en los conciertos y escenarios que dio la década de los ochenta en Albacete fue constante. Un imprescindible. Fernando Alfaro, aquel “gitano” que me “descubriera” Franky una noche de rock y alcohol en Gabinete ya tenía preparado un pequeño contingente de aguardentosos textos y no era cuestión de que el tiempo los devorara gratuitamente. Como José María Ponce, el Cutre, primo de Fernando y precursor del “trashpunkapsychobilly” albaceteño a fuerza de golpear su bajo una y otra vez con Cortejo Fúnebre y contra sus amigos J .R. y Camilo Fuentes. Con pocos días de ensayo, con un sonido deplorable y con tan pocas referencias y experiencias de Fernando, que ya se había convertido en el instigador filósofo-esteta del grupo, aquello no pudo sonar peor.
Un mes después ya tenía en mi estudio radiofónico la primera maqueta casera de Los Bichos. Contenía dos canciones, Amas lo desconocido y Olvidé mi orgullo, dos futuras muestras vinílicas que sonaban como metralletas, con las guitarras distorsionadas y desafinadas y un Fernando Alfaro francamente inseguro y casi inaudible en el micrófono. En Olvidé mi orgullo, no obstante, ya se vislumbraba ligeramente en qué podía quedar todo aquello, queriendo pensar bien. La voz de Fernando comenzaba a escucharse a medio gas, semiapagada, y el Cutre y el neófito Carlos Cuevas andaban más entonados, pese a que en un momento dado los coros suenan a quejidos de ultratumba. Una maqueta sin desperdicio por lo que supone históricamente, pero evidentemente sin ninguna necesidad de volver a escuchar.
No ocurrió así con el siguiente paquete de canciones envuelto en lo que ellos llamaron Primera cebolla sónica, que sin ser nada del otro mundo ya avisaba del intenso trabajo que estaba llevando a cabo el trío. Aquella maqueta se grabó entre los DC Audio de Custodio Martínez y los mismísimos estudios de Radio Nacional de España, donde había ido el grupo albaceteño a requerimiento del crítico musical de Radio 3 y uno de los considerados popes del rock nacional Jesús Ordovás, que en aquellos días seguía muy de cerca todo lo que ocurría en Albacete. En aquellas grabaciones con los tres Bichos participaron Joaquín Pascual, el Membri, José Lillo (Pipiyo), Emilio López Galiacho (A la Felicidad por la Electrónica y ya en Los Elegantes de Madrid) y Juan Carlos Rodríguez, entonces en Los Buenos: un equipazo. Entre las canciones, muchas de las que luego figurarían en su primer álbum grabado por La Fábrica Magnética. Aquel “cebollazo” les abrió las puertas del programa Diario Pop de Radio 3 presentado por Ordovás que entusiasmado con los ya denominados Surfin’ Bichos y formando parte del jurado del veterano concurso Villa de Madrid les colocó en un tercer puesto muy honroso. Para inscribirse en el certamen utilizaron al saxofonista de la banda, Pipiyo, madrileño de nacimiento y residencia paternal, quien no puso ninguna objeción a presentar su propia documentación en regla como un miembro más del grupo (El Villa de Madrid sólo estaba reservado para grupos madrileños). En principio pensaron alistarse en el certamen por duplicado para así tener más chance. Utilizarían dos nombres, uno, como el título de una de sus canciones, Surfin’ Jesús; el otro, como realmente se llamaban: Los Bichos. Al final, no les dio tiempo a preparar los repertorios de cada representación y decidieron unificar criterios, repertorio y nombre: desde entonces se llamarían Surfin’ Bichos.
El triunfo de Madrid y los alegatos de Ordovás en las ondas lanzaron a los Surfin’ a una espiral de éxito y bendiciones como si acabara de nacer un grupo histórico en España (en Albacete ya lo empezaron a ser); como si hubiera llegado el boom anticipado de Seattle. Muchas de aquellas críticas y agasajos correspondían a la más enraizada estirpe del snobismo, otras eran algo más verosímiles atendiendo a planteamientos ortodoxos, apasionados y en algún caso radicales. Cuando apareció el epé de Gente abollada, la crítica ya estaba entregada. Semanas después, con el álbum La luz en tus entrañas, se les recibió en la sala El Mirador de Madrid con todas las fuerzas vivas de la radio, la prensa y la televisión del país presentes.
Pero allí, sobre el escenario, no había ningún grupo de efecto moldeable, ninguna banda de estrategas, ningún producto fácilmente digerible. Fernando Alfaro, Cano para el corazón underground local, se mostraba como siempre: imperturbable, desgarrador en su mensaje,
extraordinariamente concentrado en su persistente postura lacónica. No era ni bonito ni agradable lo que cantaba y contaba: mensajes viscerales a lo más profundo de las entrañas, drogodependencias letales, viajes eternos a las puertas del cielo, salmos liturgicos..., ni una sola vez dijeron “ye-ye”, ni una sola vez miraron sonriendo al personal, ni un guiño, ni una concesión al establishment que le contemplaba. ¿Lo aceptas?, vale. ¿No?, vale también. Y desde ese momento entraron en la ambigua nómina del malditismo. Desde luego no eran comerciales, eso quedó claro desde el primer instante.
No hubo giras, no hubo ventas e hicieron la televisión imprescindible en programas de serie B. Con el segundo álbum, Fotógrafo del cielo, ocurrió tres cuartos de lo mismo. El disco era más serio aun que el anterior y los progresos del trío, ya convertido en cuarteto con la inclusión definitiva de Joaquín Pascual, el Membri, les otorgaban mayor consistencia y una mejor puesta en escena. La producción también ganó con el concurso de José Luis Macías, teclista del grupo valenciano Comité Cisne.
Poco a poco se convirtieron en uno de esos grupos que gusta mencionar en reuniones y cantinas. De ésos de los que se habla más que se oye, que se lee más que se compra. Con el tercer elepé llegó el salto cualitativo a Gran Bretaña. Allí, en plena campiña galesa, se encerrarían con el guitarrista David Gwynn durante un mes y nacería Hermanos carnales, su obra más deslumbrante hasta ahora. Maduros, expertos, ricos en matices y calidad sonora, el disco es uno de los ejemplares mejor logrados de la discografía nacional en mucho tiempo. Suenan una vez más diferentes a todo lo escuchado en castellano. No son divertidos, pero sí desgarradores; siguen sin hacer concesiones al gran público, pero sobrecogen, emocionan algunas veces. Algo fuera del alcance de los vulgares. Miguel Guardia (Los Fabiolas) grabó los bajos porque para entonces habían devuelto a su hábitat natural, la barra fija, a José María Ponce, el Cutre: “Aquí es donde verdaderamente disfruto, sin tanto viaje ni tanta mierda” me contestó una noche en el Velvet cuando le pregunte el porqué de su marcha de la banda. Se le notaba compungido, enfadado y no quise profundizar más en el asunto. José Manuel Mora, el viejo amigo de Alberto Cano en Nashville, Azalea y Dirección Prohibida, aquel dueño de la guitarra en forma de lira que conocí en los inicios de la pasada década, se haría definitivamente cargo de los graves. Cuando presentaron el trabajo en la sala Die-Mauer de Madrid, todos quedaron boquiabiertos. Dieron un concierto soberbio, majestuoso. Los presentes asistieron al inicio de otra leyenda maldita, de otro grupo de culto para la historia.
Los Ciclones fue el primer nombre que adoptó Phil Trim, antes de que el exitoso productor francés Alain Milhaud les convirtiese, definitivamente, en Los Pop Tops en la mitad de los años sesenta. Como Ciclones fueron conocidos en Madrid y como tales llegaron al propio estudio de grabación que los consagró con Autum wind (Viento de otoño). Cuando apareció el disco ya se llamaban Pop Tops.
Veinticinco años después aparecerían otros Ciclones en Albacete. Casi con la misma obsesión que los madrileños: potenciar el metal en las bandas y reivindicar el soul bailable. Éstos, Los Ciclones albaceteños, además rescataban otros fenómenos y estilos transcurridos en todos esos años, mientras los viejos miembros de Pop Tops en su fin de trayecto, bajo las ordenes del “mago del zoom” Valerio Lazarov, divertían al público figurante provinciano del estudio 1 de Televisión Española.
La base de los albaceteños era tan sólida como abundante: viejos números de escena de Sex Pistols, dosis masivas de influencias del mejor Paul Weller de los Jam, adrenalina concentrada de las bandas independientes más buscadas de California, el viejo dietario Beatle, la atracción obligada de la cultura del telefim por series y hasta el esperpento cáustico de los atrevidos, y francamente brillantes, Red Hot Chili Peppers.
La cuestión era quién en su sano juicio llevaría ese pastel de frutas prohibidas a pie de escenario. Sólo conocía una persona en Albacete, casi me atrevo a decir en España, capaz de aquella tropelía, de aquella concupiscencia musical. Resultó ser la misma. Se llamaba Juan Carlos, Juan Carlos Rodríguez, y antes ya había estado en Cortejo Fúnebre y Los Buenos.
El primero que se dio cuenta de que aquella propuesta era distinta a lo normalmente visto en el país fue quien ahora es su manager, Víctor Alaminos, un corredor de fondo harto de proteger banalidades. El segundo fue Carlos Segarra, el exquisito vocalista e histérica guitarra de Los Rebeldes. Segarra lo había visto todo en su Cataluña natal, pero aquel chaval de Albacete que vio una noche en la plaza de toros de Hellín se salía del guión. Llegaron las promesas, las estrategias para guardar con el máximo celo el secreto y la espera. El temible desasosiego de la espera que encontraría su recompensa y premio con la publicación del primer álbum de aquel singular universo.
República Gorila, ahora con una apisonadora a la que llaman Zanga (por Zanganaco) a los panderos en lugar de Toño Atiénzar y Javi Fernández ocupando la plaza de Eduardo Fernández, miman prudentemente su prolífico repertorio, cuidan hasta el último detalle su esperada puesta a punto nacional. Por una vez, quienes les conocemos estamos convencidos de que puede valer la pena. En 1993, el sello discográfico Ariola ha sido el primero en querer probar el dulce llamando a todo un número uno en producción discográfica española, Eugenio Muñoz. Juan Carlos, Kilgore y el álbum de celebración, Planeta Ruido, ya le están esperando. El Dr. Kaos tiene el depósito hasta los topes del más puro keroseno.
Estoy de vuelta en Albacete,
no he triunfado en Nueva York,
tendré que vender navajas
a los viajeros de la estación,
pero tengo el consuelo
de actuar en Torrejón...
nunca actuaré en el Madison.
(MADISON. Franky-Franky. 1985)
Franky no era ni mucho menos una estrella del rock, pero él se lo creía y hacía lo que podía para que los demás lo creyéramos. Un tipo con toda la inteligencia del filósofo puro graduado desde Las Peñas de San Pedro. Su vocabulario era de Las Peñas, su postulado estético también y su aguda chulería venía a ser una autodefensa tribal dirigida a quienes, sin tener la menor idea colectiva o gremial (él sí la tenía), gozaban del acomodo de la capital. Pronto cambió su estatus artístico y comenzó a rodearse de músicos experimentados. El primero fue Antonio Atiénzar, aquel chaval de Atlanta que había crecido y crecido y que ya estaba considerado como el primer batería de la ciudad. Luego llegarían más:
-He conocido un tipo que es total —me dijo Franky una vez en la discoteca Metro—, es un gitano y conoce a Jimi Hendrix tú; tiene una pinta auténtica, total, no he tenido más remedio que pedirle que se una a mi grupoSe refería a un joven con aspecto hillbilly de los Apalaches al que algunos conocían como Cano, botas camperas de Valverde acabadas en punta con adornos metálicos, flequillo sobre un ojo, hebillas grandes y brillantes, chupa de cuero..., una planta impecable. Su nombre auténtico era Fernando Alfaro y estaba a punto de formar un grupo al que iba a llamar Los Bichos.
Rosendo Romero, Jesús Naranjo, Toño Atiénzar, Fernando Alfaro y Miguel Ángel Espinosa, El Ritmo Provisional |
Con aquello ya podía convencer a los incrédulos, a los que le tachaban de zafio e impertinente. Él no cambió mucho, pero la banda sonaba como un cañón al poco tiempo. Las letras eran albaceteñas, en muchos casos con un poso humorístico decididamente ingenioso, el mensaje también y la música era puro rock and roll; ya tenía lo que quería. Cuando lo encontró, se dedicó en cuerpo y alma, como lo había hecho en su papel artístico, al management, a su gran objetivo: los discos, las giras, la fama, la inmortalidad, todo a su tiempo; incluso la concejalía de cultura de su pueblo, Las Peñas de San Pedro.
Prisco, Antonio Fuentes, Franky, Toño Atiénzar y Fernando Alfaro |
Ya antes, habían vuelto a avisar con un disco de 45 r.p.m., Soy del Llano, sufragado por él mismo y producido artisticamente por el entonces cantante del grupo valenciano Comité Cisne, Carlos Goñi. Valencia, siempre agoniosa de nuevas emociones se le había rendido incondicionalmente. La Gasolinera, Pachá y Garaje, tres garitos con solera macarrera, le abrieron sus puertas en varias ocasiones; los estudios Pertegás le alquilaron el local y Chirivella Records se encargó de repartir aquel canto, qué digo: aquel himno, a la reivindicación manchega, vía psicobilly:
Con mi camión voy follado por el llano,
cruzando rectas como en el desierto tejano.
En Chinchilla amarillo se ve el mar,
cuando sopla el viento en el trigal.
Arizona, Tarazona, San Diego, Villarrobledo.
San Francisco, Quintanar, Monterrey, Alcázar de San Juan.
Soy del Llano, el pijo es mi nación,
el oceano no me causa la mínima impresión,
en La Mancha nunca se pone el sol,
las montañas y los valles me dan depresión...
Soy del Llano, soy del Llano y de secano.
(SOY DEL LLANO. Franky-Franky. 1988)
Resultó emocionante verle una noche en el pabellón ferial de Albacete celebrando con todos sus paisanos de la región el día de Castilla-La Mancha. Las banderas blanquirojas ondeando en el viento y como 5.000 personas vitoreando y acompañando el estribillo de la canción. Sobre el escenario, un Franky recibiendo el nirvana. Había ganado otra batalla, Albacete, su tierra, su provincia, su región, se habían rendido a sus pies. El siguiente paso sería la toma de Madrid. Servando Carballar y La Fábrica Magnética esperaban.
Con la fiebre por el diseño actual
hay que andar con mucho ojo por ahí,
la imagen es el gran mensaje,
sólo importa el embalaje.
Los viejos progres ahora se han reconvertído,
su nuevo aspecto es de diseño exclusivo,
hay que parecer sugerente y divertido...
(ESTUDIAS o DISEÑAS. Franky-Franky. 1988)
Servando Carballar se había encontrado con el diseño ya hecho. La industria del disco pasaba por una de sus etapas más jugosas, en los últimos tiempos prácticamente se vendía todo y el obrero especializado, Servando, pretendía volar alto con su primera selección nacional: Los Amantes de María, Domingo y Los Cítricos, Buenas Vibraciones, con un resucitado Iñaqui Fernández (Glutamato Ye-Ye), Ricky Amigos, Rock and Bordes y el manchegazo Franky-Franky y su Ritmo Provisional. Bueno, pues no ocurrió absolutamente nada después de aquellos primeros lanzamientos. El de Franky fue La rebelión del Llano, igualmente producido por Carlos Goñi (hoy en Revólver), álbum donde el de Las Peñas había dado rienda suelta a su comprometida imaginación con la comarca. Letras localistas, situaciones cercanas y familiares para todos nosotros y un excelente directo que a juzgar por su repercusión no acabó de traspasar fronteras; quedó a tan sólo unos kilómetros de Madrid. Igual ocurriría con el segundo intento en La Fábrica, Que hablen las guitarras, donde un histérico Ángel Altolaguirre, cotizado productor de bandas malditas, no acabó de entenderlos.
Fue, no obstante, un trienio apasionante para Franky, en el que hizo televisión, giras, radio, vídeos, sin llegar a saltar ese pequeño peldaño que separa la difusión y promoción de popularidad y las ventas. Quizá fue demasiado personal, demasiado castizo, musicalmente demasiado machacado, demasiado obvio, en fin, era demasiado demasiado todo lo que ofrecía.
- Afortunadamente, nos acercamos a la Mentira como ese momento de reconciliación con nuestro falso sistema de identidades. El valor supremo del arte pop es entonces el Plagio. Aquél que copie con elegancia realizará a la perfección el simulacro que ya Platón reconocía como esencia del arte - escribía el propio Franky en la revista local La Seda.
A Franky, Francisco Sánchez Sahorí, también se le cruzó su propia carrera profesional que le llevó unos años a Extremadura y a Almansa, hasta que definitivamente aparcó su magisterio en un aula de filosofía del Bachiller Sabuco de Albacete, el instituto de todos y donde aún imparte sus conocimientos filosóficos, mucho más entusiasmado si sus alumnos pertenecen a la doctrina de Jesús Gil o del Atlético de Madrid.
Un gran tipo, Franky, que sigue rebuscando ahora sin presiones la pértiga que le haga saltar el maldito peldaño del reconocimiento absoluto y la leyenda, produciendo maquetas a los grupos noveles en su propio mini-estudio, creando bandas nuevas con sonidos originales, echándole una mano a Custodio Martínez en los DC Audio o dando esporádicos conciertos con su superbanda, El Ritmo Provisional. Una cosa sí consiguió: la Concejalía de Cultura de Las Peñas de San Pedro.
ALBACETE, UNA CAPITAL A PUNTO DE EXPLOTAR
Albacete, poco a poco, había salido de aquellas catacumbas que fueron los años sesenta animadas de soledades y arrumacos en La Pulgosa; de aquel paseo interminable que fue la calle Tesifonte Gallego sembrada de pipas de Puntapuro; de las tortitas de nata de la cafetería La Española; de aquellas discotecas pomposas y remilgadas, Nexu’s (con un excelente Santiago Vico en las cabinas), Galaxy o Milán 71 (donde yo mismo maltraté algunos discos durante dos años), Skorpios, Zódiac e incluso, en los ochenta, Chaplin, Don Carlos (el viejo Petit Palais de los hermanos Haya), Monza y OK (hoy Anagrama). El pub La Luna marcaría el cambio y una cervecería alemana en la plaza de San José, Don Borg, alumbraría definitivamente la pista a seguir. Las noches de fin de semana comenzarían a ser realmente divertidas cuando en las cercanías de aquellos dos centros de reunión juveniles (cuya primera y decisiva innovación vino con la inclusión a un volumen de sonido considerable en los temas de moda que se escuchaban como primer instrumento de atención) empezaran a florecer establecimientos de parecidas características. La calle Concepción se llenaría de ellos en poco tiempo y la plaza de San José, exactamente igual. Todos rivalizando en anticipación de producto discográfico, en calidad de material, en etiquetas (rock duro, blando, hip-hop, house; nacional teen, nacional independiente, bacalao). Entre ellos, en la zona Concepción, la discoteca Metro, a la que pronto se bautizó como sala Metro porque a los hermanos Loyzaga, Paco y Pablo, se les metió en la cabeza que allí había que ofrecer algo más que música enlatada, es decir: conciertos. Los conciertos de la sala Metro se convertirían posteriormente en los de la sala Gabinete, al quedarse los dos hermanos sólos con el proyecto.
Poco más tarde, se ampliaría el radio de acción de los lives hasta llegar casi al parque Lineal con la inauguración de la discoteca/sala Roxy, cuando unos valencianos, de ésos que las ven venir, comprobaron que Albacete estallaba en música los fines de semana. En sólo unos años, por Metro y Gabinete pasaron todos los grupos de la ciudad, algunos en varias ocasiones, y de fuera veríamos actuaciones de los granadinos 091, Los Rebeldes, Seguridad Social, Tapones Visente (que dejaron a Custodio Martínez sin una de sus preciadas etapas de sonido) etc. En un tono menor también lo haría Roxy, que quiso jugar más fuerte, con sonidos internacionales como los de Inmaculate Fools, The Essence o Front 242. A estas dos salas de conciertos pudo unirseles en un momento dado una espectacular nave acondicionada para discotecas y conciertos en las afueras de la ciudad a la que llamaron Tik. La concejalía de urbanismo se aprestó a cerrarla por estar en terreno no urbanizable, como ocurriría con quienes heredaron el proyecto, el personal del pub Triángulo, cuando éstos y Albacete se preparaban para recibir a los británicos The Godfathers en un fiestón que probablemente hubiera cambiado el signo de los hechos en tiempos posteriores. Un affaire espinoso aquél, que llevó a los nuevos propietarios a montar una acampada en las mismas puertas del Ayuntamiento.
Hasta hoy nadie ha dicho qué ocurrió realmente con todo aquel trasiego de papeles entre Ayuntamiento y Consejería regional. Lo cierto es que la macro-discoteca sigue siendo una asignatura pendiente en nuestra capital.
De pronto, Albacete se convirtió en un punto de referencia hasta entonces desconocido por las agencias de contratación nacionales. Al pub La Luna se le uniría El Helecho y, más tarde, el PPD, el Albatros, Arlequín, el Tati, Cáncamo, La Máquina, etc. Posteriormente, El Sur, el X, Velvet (rodeado de músicos y una selección musical de nota alta), Kos. A Don Borg le sustituyó el Hollywood. También brilló la vieja taberna que nunca perdió su estatus: el Dos de la Parra y Terminal, El Final, Llámame Como Quieras (hoy Melotostón). Luego, el 101, el Tinte. Era como si las salas grandes ejercieran de madres putativas y alrededor de ellas se creara una prole de patitos revoltosos.
La sala Roxy tuvo uno muy cerca: Distrito 10, un garito al que podías acceder en horas de madrugada golpeando los nudillos de tus dedos en una puerta desvencijada y mugrienta; traspasar aquello era vivir “otra noche” albaceteña, la que no estaba escrita en los libros, cientos de cabezas a las seis de la mañana en una especie de cantina inspirada en la que habíamos visto en La Guerra de las Galaxias. Laberinto, Saxo, El Muro, ejem... palabras mayores. Por otro lado, los “patitos” también quisieron sumarse a la fiebre de actuaciones en vivo y durante una época en locales tan reducidos como Triángulo (¡qué pundonor el de esta gente!), el pub X, Velvet, Cáncamo, 24 Horas, la glamourosa terraza El Nilo y el Llámame como quieras, celebraron mini-conciertos o conciertos de bolsillo, donde poco menos que los músicos debían tocar sentados en la barra.
Todo en unos pocos años, todo salpicado de música y alcohol. El cambio, este cambio, sí llegó a nuestra ciudad, desde luego; aunque lo cierto es que entre unos y otros, el Ayuntamiento, la Diputación y, en menor medida, la Junta de Comunidades, la actividad musical de la villa se disparó. Aun así, uno sigue pensando que en aquella abundancia y fertilidad triunfó más la fachada sobre el interior, la carne sobre el alma y la barra copiosa y eventual sobre la seriedad musical.
LOS BUENOS
Juan Andrés Decalzo, Juan Carlos Rodríguez y Fernando Gil: Los Buenos |
Los Buenos |
¡SAN JUAN NOS ASISTA!
La Calle, niños que sorprendieron a todos |
Los No!, en la portada de su disco ¡No nos quieren! |
Teenagers |
LOS FABIOLAS
Somos seres vivos,
no escuchamos nunca lo que hay que escuchar,
estamos sordos,
así que quítate de en medio
porque me quiero divertir,
no nos gusta nada y a nadie gustamos,
porque estoy mejor si no pido perdón por nada.
(PERDÓN POR NADA. Los Fabiolas. 1992)
Los Fabiolas |
Portada del segundo álbum Perdon por nada La foto está hecha en la Sala de fiestas La Herradura |
-Un grupo que sabe hacer canciones con gancho sin renunciar a las guitarras espasmódicas y el sonido cortante. La sección rítmica resulta de una precisión percutante, las guitarras son puro nervio, y el cantante sabe imponer su carácter a unas canciones que deberían estar sonando por la radio a todas horas - decía de ellos Julián Campos en la revista nacional especializada Ruta 66.Los Fabiolas aún no han dicho la última palabra.
GRABACIONES ACELERADAS
Que un grupo local grabase un disco, hace tiempo que dejó de ser noticia de primera plana musical en Albacete. Pero en estos últimos años no sólo fueron Dirección Prohibida, Los Paramecios, Los Dedos, Los Buenos (aquellos concursos de la Junta, de Talavera o de Alcázar de San Juan), Zepo, Altozano, Franky-Franky o Los Fabiolas los que vivieran la siempre apasionante aventura de un estudio de grabación. Por ejemplo, en 1984, los hermanos Calero, Juan y Samuel, se fueron a los estudios Pertegás de Xirivella en Valencia sin cortarse un pelo. Recuerdo que a la vuelta fueron a presentar el disco a Antena 3 una tarde y a uno de ellos, Samuel, el pequeño, no le oí decir ni pío en toda la entrevista. El hermano mayor, Juan, confesaba estar convencido de que inexorablemente íbamos a una hecatombe nuclear, a un desastre espacial inminente. Lo del peligro nuclear efectivamente es incuestionable, ¡pero tan pronto! (pensaba yo). Estaban de moda entonces Azul y Negro, un par de horteras del sureste que solían amargarnos los comienzos de los reportajes televisivos sobre la Vuelta Ciclista a España en cada siesta. A Juan Calero le gustaban Azul y Negro, a Samuel... se supone que también. El disco de ellos era una descarada pantomima del de los cartageneros y si uno no se hubiera interesado y cerciorado de que iban en serio hubiese pensado a1 instante que estaba delante de unos humoristas profesionales. Naturalmente, Guerra nuclear (“¡es hora de paraaaaarl”) pasó inmediatamente a los archivos más recónditos de emisoras y discotecas. Comentario aparte merecerían sus actuaciones acompañadas de exóticas coreografías. Al final... ¿serían humoristas?
Altas Horas, con Pedro Pascual, Adolfo Rivero Ascle López, Noé González y, sentado, Vicente Ríos |
En aquella fiebre repentina por grabar y grabar se perderían algunos intentos que por precipitación, capricho e incluso inexperiencia, automáticamente pasaron al cajón de sastre. El sencillo de Las Palabras de María, La ley del deseo (1989), fue uno de esos casos. Sus músicos también provenían del 84 y hasta llegar al 89 habían conseguido una depurada técnica, pero sus planteamientos musicales extraordinariamente ambiciosos, su engolada interpretación y sobre todo su manager, dejaban mucho que desear. Un tipo, el manager, que te enseña un vinilo de Bob Dylan agitándolo para que no se vieran los textos sobre el círculo rojo de la CBS, al mismo tiempo que te anuncia que es el esperado disco de su grupo en la famosísima multinacional, evidentemente no es de fiar. Carlos Goñi (Revolver), a quien acudieron para que les produjese el trabajo según me contó el trepa, me descubrió la fantasmada en una llamada telefónica la misma noche que habló con ellos en Valencia (el fulano le contó la "broma" que me había gastado). El sonido era un poco como les había ocurrido a otras bandas albaceteñas ya mencionadas, Dirección Prohibida, Atlanta, Gris Viena... música basada en lo más comercial del pop nacional, demasiada competencia pues para un grupo de provincias. Pero sobre todo estaban aquellas relaciones públicas de espanto que no creo les hicieran ningún favor. Mal dirigidos y mal aconsejados, terminaron por desanimarse hasta que quedaron libres. Las Palabras de María fueron famosos antes de serlo.
Taripé (Fatal, 1990); Terry Cuatro, antes Federico y Terry, de Villarrobledo (sencillos: Cabeza cuadrada, 1990, con Alaska de colaboración, y Chiripitizfragiliboom, 1990); Dox, la banda imaginaria de Pepe Inclán (Segunda vida, 1989); Teenagers (mini-álbum pagado por el Ayuntamiento de Albacete por ganar el concurso 1991 de San Juan); No!, con el Pelos de abanderado (No nos quieren, 1992) y los adolescentes La Calle (Mucho camino por andar, 1992) son las últimas bandas cuya música quedó registrada en vinilo, a los que habría que añadir el epé de cuatro canciones grabado en directo en la sala albaceteña Roxy por Franky-Franky (1990); también el mismo Franky y su banda colaborando en el álbum nacional dedicado al esquizofrénico cantante de Derribos Arias, Poch (un tema del doble elepé El Chico más pálido de la playa del Gros, 1991); el último ejemplar del largo serial protagonizado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, con Trollstones y Vitamina Vil, de Casas Ibáñez (1991) y el recién estrenado single de Taripé, de nuevo inasequibles al desaliento, Quieres colorao (1992). Mucho disco, que en parte mantiene ligeramente sorprendida a la crítica especializada en el país, que suele preguntarse qué diablos pasa en Albacete y que, efectivamente, puede dar una visión equivocada de lo que realmente sucede.
LA AVENTURA DE SURFIN´BICHOS
-En nuestros tiempos era materialmente imposible grabar un disco, ahora es diferente. Ahora graba cualquiera, no tiene ninguna importancia lo de los Surfin’ Bichos- dice Jesús Castillo, el Popeye, recordando su infatigable lucha por la fama con Distorxion.
-Ahora graba cualquiera, sí, pero porque han subido ligeramente los niveles de calidad técnica, porque hay más contenido histórico al que aferrarse y porque lógicamente hay más infraestructura, menos monopolios - termina diciendo el que fuera impetuoso bateríaUn recién creado consorcio entre Ia Fábrica Magnética y la multinacional RCA Ariola, Virus Records, envió a unos albaceteños, Surfin’ Bichos, a grabar a Inglaterra, a los estudios Chapel, en unas condiciones jamás vividas por un grupo de la tierra.
-Componen, cantan y suenan como nadie antes lo ha hecho en España – (Revista musical Popular I).
-Son una incordiante alternativa al empalagoso pop imperante, una respuesta visceral e imaginativa a los computerizados sonidos que dominan las listas de éxito - (Diario 16).
-Tienen un sonido originalísimo – (Diario El Independiente).
-Cada vez más consolidados – (Diario El Sol).
-No son Nirvana, son infinítamente mejores – (Revista musical Rock de Luxe).
-Su música no admite dudas y es alérgica a las etiquetas: rock and roll puro y duro, interpretado con rabia y acidez. Un trabajo impecable – (Diario El País).
-Son un caso único en el panorama del rock nacional. Un grupo con fuego en las entrañas y un muy personal universo que expresar – (Revista musical Ruta 66)
Los Bichos originales: Fernando Alfaro, José María Ponce y Carlos Cuevas |
Carlos Cuevas era el batería de Los Bichos aquella histórica noche, fue la quinta vez que se sentaba en un taburete de batera pero no se encogió; Carlos había sido el cantante de Interinos y Contratados, cosecha del 84, de Los Padres de Mayo y de Los Dedos y su presencia en los conciertos y escenarios que dio la década de los ochenta en Albacete fue constante. Un imprescindible. Fernando Alfaro, aquel “gitano” que me “descubriera” Franky una noche de rock y alcohol en Gabinete ya tenía preparado un pequeño contingente de aguardentosos textos y no era cuestión de que el tiempo los devorara gratuitamente. Como José María Ponce, el Cutre, primo de Fernando y precursor del “trashpunkapsychobilly” albaceteño a fuerza de golpear su bajo una y otra vez con Cortejo Fúnebre y contra sus amigos J .R. y Camilo Fuentes. Con pocos días de ensayo, con un sonido deplorable y con tan pocas referencias y experiencias de Fernando, que ya se había convertido en el instigador filósofo-esteta del grupo, aquello no pudo sonar peor.
-Es que llevo solo unos días con las baquetas -se justificaba Carlos Cuevas después del concierto- y además a Fernando no se le entendía nada del mosqueo que tenía - Mejor, porque si se le llega a entender algo de lo que juraba se abren los sarcófagos de La Asunción, pensé.
Portada de la única maqueta de Los Bichos |
Maqueta Primera Cebolla Sónica |
Portada del epé Gente Abollada |
Pero allí, sobre el escenario, no había ningún grupo de efecto moldeable, ninguna banda de estrategas, ningún producto fácilmente digerible. Fernando Alfaro, Cano para el corazón underground local, se mostraba como siempre: imperturbable, desgarrador en su mensaje,
extraordinariamente concentrado en su persistente postura lacónica. No era ni bonito ni agradable lo que cantaba y contaba: mensajes viscerales a lo más profundo de las entrañas, drogodependencias letales, viajes eternos a las puertas del cielo, salmos liturgicos..., ni una sola vez dijeron “ye-ye”, ni una sola vez miraron sonriendo al personal, ni un guiño, ni una concesión al establishment que le contemplaba. ¿Lo aceptas?, vale. ¿No?, vale también. Y desde ese momento entraron en la ambigua nómina del malditismo. Desde luego no eran comerciales, eso quedó claro desde el primer instante.
Surfin´ con Joaquin Pascual ya en la banda |
Poco a poco se convirtieron en uno de esos grupos que gusta mencionar en reuniones y cantinas. De ésos de los que se habla más que se oye, que se lee más que se compra. Con el tercer elepé llegó el salto cualitativo a Gran Bretaña. Allí, en plena campiña galesa, se encerrarían con el guitarrista David Gwynn durante un mes y nacería Hermanos carnales, su obra más deslumbrante hasta ahora. Maduros, expertos, ricos en matices y calidad sonora, el disco es uno de los ejemplares mejor logrados de la discografía nacional en mucho tiempo. Suenan una vez más diferentes a todo lo escuchado en castellano. No son divertidos, pero sí desgarradores; siguen sin hacer concesiones al gran público, pero sobrecogen, emocionan algunas veces. Algo fuera del alcance de los vulgares. Miguel Guardia (Los Fabiolas) grabó los bajos porque para entonces habían devuelto a su hábitat natural, la barra fija, a José María Ponce, el Cutre: “Aquí es donde verdaderamente disfruto, sin tanto viaje ni tanta mierda” me contestó una noche en el Velvet cuando le pregunte el porqué de su marcha de la banda. Se le notaba compungido, enfadado y no quise profundizar más en el asunto. José Manuel Mora, el viejo amigo de Alberto Cano en Nashville, Azalea y Dirección Prohibida, aquel dueño de la guitarra en forma de lira que conocí en los inicios de la pasada década, se haría definitivamente cargo de los graves. Cuando presentaron el trabajo en la sala Die-Mauer de Madrid, todos quedaron boquiabiertos. Dieron un concierto soberbio, majestuoso. Los presentes asistieron al inicio de otra leyenda maldita, de otro grupo de culto para la historia.
-Ese grupo sólo les gusta a los enterados - afirmaban unos.
-Impresionantes, como siempre - comentó Jesús Ordovás.
Las escaleras del Gran Proveedor
cada vez se empínan más;
los caminos del Señor
son tan duros y pedregosos...
(MI HERMANO CARNAL. Surfin’ Bichos. 1992)
LOS DOMINIOS DEL DR. KAOS
Juan Carlos Rodríguez |
Veinticinco años después aparecerían otros Ciclones en Albacete. Casi con la misma obsesión que los madrileños: potenciar el metal en las bandas y reivindicar el soul bailable. Éstos, Los Ciclones albaceteños, además rescataban otros fenómenos y estilos transcurridos en todos esos años, mientras los viejos miembros de Pop Tops en su fin de trayecto, bajo las ordenes del “mago del zoom” Valerio Lazarov, divertían al público figurante provinciano del estudio 1 de Televisión Española.
Juan Carlos Rodríguez, Kilgore haciendo funk |
La cuestión era quién en su sano juicio llevaría ese pastel de frutas prohibidas a pie de escenario. Sólo conocía una persona en Albacete, casi me atrevo a decir en España, capaz de aquella tropelía, de aquella concupiscencia musical. Resultó ser la misma. Se llamaba Juan Carlos, Juan Carlos Rodríguez, y antes ya había estado en Cortejo Fúnebre y Los Buenos.
-Buscamos, sobre todo, el hermanamiento de los que anhelan un mundo más ‘animal’, una sociedad más igualitaria y un progresivo acercamiento a la caverna como lugar de recreo - escribía el propio Juan Carlos, autoapodado Kilgore, en el diario local Lanza.La caverna, su caverna, era el mismo escenario. Allí, con Eduardo Fernández, aquel bajista multimedia: Atlanta, Gris Viena, Arde París, como escolta oficial y Antonio Toño Atiénzar, batería en otra nueva nómina, sentaría sus principios, configuraría aquel complicado universo.
-Un proceso de mutación genética ha provocado que Los Ciclones, una tribu de seres abyectos donde los haya, se incorporen ahora a un nuevo estadio conocido como República Gorila - sentenciaba definitivamente el nuevo Dr. Kaos.
Javi Fernández entre el Zanga y Kilgore Son los últimos República Gorila |
Planeta Ruido, único documento editado de República Gorila |
2 comentarios:
Excelente documento Juan, como podría contactar contigo? saludos, Ximo.
¡Qué verdadera delicia! Muchas gracias por esta labor.
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