30.3.14

J. J. Cale y los homenajes




PASCAL Y LA SABIDURIA
Los males del hombre vienen de no saber estar solo en su habitación..., dicho así tiene su aquel. Lo dijo y lo escribió por primera vez Blaise Pascal, aquel filósofo francés famoso por no haberse aburrido nunca en vida; una vez enterrado, en 1662 a los 39 años, la cosa tuvo que ser diferente pero para ese entonces a él ya le daba igual. A Pascal, vivo, le dio por las matemáticas, las calculadoras, la ciencias naturales y hasta el diseño (hablamos del siglo XV). Como este ejemplo de sabiduría y refinamiento (He redactado esta carta más extensa de lo habitual porque carezco de tiempo para escribirla más breve, es otro de sus pasmos) hay muchos, muchísimos más personajes en la historia que nunca han sabido estarse quietos. Sin ir más lejos, y por supuesto sin haber entrado nunca en la historia ni esperanzas, yo mismo. Personalmente conozco a muchos que les ocurre igual, yo soy feliz en mi habitación no como el grupo Mecano; he dirigido todos los pasos de mi vida, todos mis planes para ser feliz en mi habitación, desde donde controlo todos mis movimientos anímicos y estructurales de cada día: la pintura y las artes, la lectura en su concepción globalizadora, la escucha de discos de Frank Zappa, por nombrar a alguien, el cine, ¡el cine en tu habitación! ¡qué privilegio!, la contemplación del espacio tierra sin cantearme de la silla... Así, por ejemplo, puedo escribir estas líneas sin salir del barrio Tejares y sin dejar de mirar la postal del Bugatti de Pinin Farina que preside mi estudio.

PREÁMBULOS A UN HOMENAJE
Y para hacerlo realidad, nada mejor que un homenaje. Tenía un amigo que fatalmente ya se despidió hace unos años, Manuel, Manolo Rodiel, al que le encantaban los homenajes. Pero a él le ponían esos homenajes... rancios, de olor a cigarro puro y anisete. De contraluces pardos marcados en el escenario de un casino con sabor a juego floral: le voy a hacer a éste un poema que se va a cagar, pensaban frotándose las manos los prebostes anclados definitivamente en la máxima categoría del carcamal. A Rodiel siempre le chocaba la elección del homenajeado, por lo general un mindundi o una persona lejos de merecerse hasta el saludo. “¡Vamos a hacerle un homenaje a pichabrava!” abrió un día la mañana mientras lucía en la mesa del bar-restaurante Los Molinos una esplendorosa fuente de pajaritos fritos con huevos. Javier Tornero, pichabrava, era un “cortinillas” de Sisante cuyo mayor merito adquirido era, por lo visto, el mantenimiento y cuidado de un descomunal atributo en la entrepierna. Cada semana, Rodiel organizaba un homenaje parecido al de pichabrava, a sabiendas de que nunca llegaría a realizarse la utopía, pero de esa manera Manolo era feliz y se tronchaba y nos tronchábamos.

UN DISCRETO ADIÓS
A lo que iba, el homenaje. En este caso aprovecho la ocasión para saldar una cuenta aplazada demasiado tiempo. Nada mejor que reflejar en estas páginas mi sentida pesadumbre por la desaparición hace ya casi nueve meses de mi admirado John Weldon Cale. Se fue como vivió, discretamente; eso es: de un discreto infarto, esos golpes de pecho que no avisan y te eliminan sin rechistar. Su muerte en pleno julio me pilló en la carretera de verano, ésa que te cambia las costumbres en un libre albedrío difícil de controlar. Luego llegó mi propia lucha contra el mal de Cale, de la que salí tan campante y desde entonces buscaba la manera de expresar mi pena y mi constante recuerdo a uno de los personajes que más feliz me ha hecho escuchando blues acariciando las raíces del  Tulsa Sound, la capital del okie, ese tipo de músico del que todos los grandes presumen haber tenido alguna vez en su banda, o ese jazz enmascarado que machacaba invariablemente en un misterioso contratiempo, su famoso laid-back. En el extraordinario documental To Tulsa And Back: On Tour With J.J.Cale (2005) el músico lo explica gráficamente:

“Quizá sorprenda, pero el mejor ejemplo de música laid-back es Billie Holiday. Billie cantaba siempre fuera de ritmo. Daba igual si el ritmo era rápido o lento, siempre cantaba tras el golpe. Eso me gusta mucho, produce un efecto muy diferente. Son pausas mínimas que no se perciben. Hasta las canciones rápidas las toco un poco fuera de ritmo y a eso lo llamo laid-back. Se me ha etiquetado con ello pero no lo inventé, ya lo hacía Billie Holiday”.

J J Cale con Eric Clapton
El documental, del director alemán Jörg Bundschuh, es otra de esas joyas a las que afortunadamente ya nos vamos acostumbrando últimamente. Una manera nítida de conocer a los músicos de tu vida que inició hace muchos años Martin Scorsese con The Last Waltz y The Band y que en la nueva hora ilustran brillantemente Chet Baker y  Let's get lost, por ejemplo o como recientemente ha hecho el periodista de Rolling Stone, Jay Bulger, con Ginger Baker, el batería de Cream. En esta cinta dedicada al gran músico de Tulsa se le puede ver tocar la guitarra como un músico callejero más en plena plaza de su ciudad o explicando algunas confidencias de su carrera y giras, cosa impensable dada la habitual introversión de siempre conocida de Cale.

En J.J.Cale (las dos jotas vienen de un afrancesamiento gratuito – Jean Jacques- después de una época que el músico paso en New Orleans) jamás hemos sufrido un deterioro, una renuncia, menos una vulgaridad o una modorra..., J.J.Cale fue puro y técnicamente un prodigio, con esa transparente nebulosa que envolvía sus juegos de guitarra amable, sofisticada, limpia de púas y alborotos, paseando la técnica más depurada de interpretación que maldito alguno pueda presumir. Bueno, decir que Cale era un maldito es porque los críticos como yo somos gilipollas: maldito es el que nombra al maldito. ¿Qué es eso del malditismo?, ¿no comerse un top-ten a cambio de un pellizco al corazón?.  ¿Malditos Tom Waits, Nick Drake, Nick Cave, J.J.Cale?... Lo que pasa es que esta gente se ha pasado toda su vida rondando los límites de nuestras perezas especulativas.
Malditos..., anda que...

Maldita... es la mala costumbre de morir, como (y ya que me meto en necrológicas) le ocurrió el último año a George Duke, Otis Harris (The Temptations), Ray Manzarek, Richie Havens, Alvin Lee, Kevin Ayers, Tony Sheridan, Reg Presley, Lou Reed, Chico Hamilton y ya en este año a Bob Casale (Devo), Scott Asheton, batería de los Stooges y nuestro gran Paco de Lucía. Esos también han sido malos tragos aunque sirvan ahora de pequeños homenajes al estilo Rodiel en un débito obligado a saldar.





Publicado el Domingo, 30 de marzo de 2014 en Mas24, suplemento cultural del diario digital Asturias24

11.3.14

John Mayall, el último bluesbreaker


El maestro del blues se da una vuelta por España: Zaragoza, Avilés, Bilbao, Madrid, Málaga y Girona



Ése señor mayor  ordenando el
merchandising
Miércoles 15 de junio de 2011, John Mayall (Manchester 1933), el célebre músico de blues británico actúa a las nueve de la noche en el teatro Juan Bravo de Segovia. Me tomo con tiempo la llegada de la leyenda y una hora antes del concierto asomo mi interés por la puerta del teatro, antes incluso que lleguen taquilleros y acomodadores. Como voy bien acompañado, con gente de autoridad artística en la capital castellana (algunos miembros del no menos mítico grupo tradicional español Nuevo Mester de Juglaría) el acceso al hall del teatro que aún tiene las puertas abiertas de par en par para la limpieza y repostería no presenta ningún problema. Desde la puerta he visto que un señor mayor acomoda en el hall una pequeña mesita de camping repleta de discos, fotos y merchandising diverso del histórico guitarrista de Manchester. Me acerco para curiosear discografía y otros detalles y ante mi sorpresa, sorpresón, compruebo que ése señor mayor de gafas y equipamiento asilvestrado que coloca  delicadamente los objetos de culto en el velador es nada más y nada menos que el mismísimo John Mayall, aquel personaje inalcanzable por el que unos cuantos adolescentes como yo en la agonía de la década de los sesenta hubiéramos cambiado alguna hermana por un par de aquellos discos suyos que nos presentaron a los españoles el género de blues en condiciones; que sé yo... The Diary of a Band o el Bluesbreakers with Eric Clapton o el  Blues from Laurel Canyon.


La anécdota relatada y vivida en primera persona no hace más que confirmar el comentario de muchos de sus músicos, los bluesbreakers de toda la vida, en el sentido de la obstinación y obsesión que ha tenido siempre John Mayall en controlar cada uno de los movimientos que tuvieran que ver con su extraordinaria y sagrada misión apostolar de difundir el blues por cualquier rincón del mundo: las grabaciones y producciones de cada disco, la selección de clásicos cuando los temas no eran del propio Mayall, las portadas y diseños de los discos, escenarios, posición de los músicos en el entablado, la programación y contratación de las giras...

Eric Burdon, John Mayall, Jimi Hendrix,
Stevie Winwood y Eric Clapton en
una foto de la época
Vamos a ver: Mayall vivió durante algún tiempo en un árbol. Sí, en un árbol. Eso tiene que imprimir carácter y, desde luego control de la situación. Cuando hablo de una árbol estoy hablando de mantener entre ramas todos los elementos de confort que uno disfruta en cualquier hogar: agua corriente, luz, cama, estufas, equipo estereofónico... Estamos pues ante un aventurero perfeccionista, algo lunático y presuntuoso, desde luego original y bastante egocéntrico: “La música la pongo yo (el mejor blues de Chicago), tu tocas y te pago por ello”. Esto, dicho en 1963 a jóvenes talentosos como un tal Clapton, Eric Clapton, recién llegado de la juerga juvenil de los Yardbirds tiene su enjundia y su lógica pero no podrá evitar el vuelo del tucán en cuanto éste haya dado varios conciertos memorables. Le pasó con Clapton como le pasó con Peter Green, otra mano lenta o con Jack Bruce, John McVie, Mick Taylor, Keef Hartley,  Aynsley Dunbar, Andy Fraser, Harvey Mandel, Jon Mark, Johnny Almond, Mick Fleetwood... todos bluesbreakers, todos posteriormente fundando grupos como Cream, Fleetwood Mac, Colosseum o llamados por The Rolling Stones, banda nada sospechosa de mamporrear el blues. Acabamos de mencionar media historia del rock. John Mayall fue maestro y jefe de todos ellos y ejerció su exagerada personalidad a sabiendas de que el producto que les estaba “vendiendo” iba a ser perfectamente asumible y aprovechable en manos y talentos tan significados.

John Mayall, que por cierto empezó relativamente tarde su carrera musical (a los treinta años) con los primitivos Bluesbreakers,  como buen explorador de emociones fuertes no quedó atrapado al menos en aquella etapa (1960-65) en todas sus referencias iniciáticas del modelo Chicago Blues, ya sabes, Otis Rush, Muddy Waters, B.B.King, Elmore James, etc.,  como hicieron básicamente todos, he dicho todos, los bluesmen británicos de la época. Los mayores y por tanto también “maestros” como Alexis Korner o Graham Bond y los jóvenes como la “escolanía” antes mencionada con John Mayall.  Al contrario, en los albores de la década de los setenta hizo varios giros espectaculares en sus contenidos y abordó formaciones inusuales y francamente novedosas en el mundo del blues: El álbum Turning Point (1969) presentaba en directo a una banda sin batería y con el protagonismo casi absoluto de la flauta de Johnny Almond y aquella acústica inolvidable de Jon Mark. La formación se repetiría en dos discos más, el Empty Rooms y el USA Union, ambos joyas del 70,  si bien en el último se incluía al violinista llegado de las Madres de  Frank Zappa, Sugarcane Harris. Tres discos soberbios, originales, brillantes, muy por encima de la media. Yo creo que fueron los que definitivamente le dieron la gloria a John Mayall como músico y compositor, acabando con la vieja leyenda de que su persona había sido utilizada por las incipientes grandes estrellas (Clapton, Green, Taylor) para la propia proyección personal de estos. Luego llegarían incursiones muy vistosas con secciones de viento y arreglos en algún caso cercanos al jazz, pero para ése entonces John Mayall ya no tuvo que justificar su fama de haber sido simplemente un gran instructor de blues.


  No obstante, parece que a finales de los setenta del pasado siglo Mayall se equivocó al cambiar su domicilio británico por el de los Estados Unidos, posiblemente pretendiendo con ese viaje estar cerca de la versión blues más correcta, la original y genuina de New Orleans que la que él había practicado desde sus comienzos inspirada en Chicago. Desde entonces, curiosamente,  los discos de Mayall perdieron en frescura y personalidad y no, no siguió con su vocación, al menos que se sepa exitosa, de fabricar gemas sonoras a la altura de Eric Clapton, Mick Taylor o Peter Green, bachilleres hoy doctores que suelen acudir a los homenajes que ya el gran sabio de Manchester comienza a recibir con cierta frecuencia.

John Mayall en Segovia (2011)
En Segovia, cuando le vi, hace ya casi tres años, desgranó gran parte de su repertorio vital, el de los sesenta... The Bear, Long long Midnight, California, Room to Move claro, además de su último disco conocido, Tough (2009) con una banda muy aseada y profesional compuesta por el fornido guitarrista  Rocky Athas, el teclista Tom Canning, Greg Rzab al bajo y la batería de Jay Davenport. John Mayall tocó su pequeño teclado de bodas y comuniones, también la guitarra y, eso si,  la armónica, francamente impecable.
Ni que decir tiene que a mi no me dirigió la palabra una vez comprobado que yo no tenía ninguna intención en adquirir nada de su pequeño rastrillo en el hall del teatro.
Y es que los años le están haciendo a uno perder mitomanías.

Publicado en la revista mensual de cultura El Cuaderno, número 54. Marzo de 2014.

5.3.14

Olok, la vida en un sampler


Se edita digitalmente Cateterismo, el EP del técnico albaceteño




Vigésimo cuarta referencia de Albacete Underground Records que supone el debut de Olok en este sello electrónico digital de bien ganada reputación entre los buscadores de emociones mas allá, infinitamente mas allá, del oído común.

Es precisamente lo que propone Olok: llegar hasta donde pocas veces te habías atrevido a explorar, salvo que puedas presumir de una oreja a prueba de sensaciones o un DNI por debajo de los cuarenta. Olok reúne ambas virtudes y las explota. Lleva toda la vida probando registros, toda (que se dice pronto). Nada le es ajeno en la música contemporánea y nada le rebota, salvo la vulgaridad. En su profesión de equilibrista de sonidos trata como un hábito costumbres tan desiguales como la zarzuela y el trash metal, la cumbia y el gospel y hasta el mariachi domesticado si se le pone a tiro. Eso, viniendo de un tipo criado en los baberos con Aphex Twin o Ian Anderson tiene su aquel.


Así, aparece ahora Cateterismo, un nombre que personalmente me rebota en el estomago por cuestiones que ahora sí que no vienen al caso pero que aquí encuentra una inapelable razón de ser: Explorar, eso es, sondear lo que se mueve en las entrañas del cableado electrónico que caprichea con los samplers, retoza y machaca los loops y deja a Simon Reynolds, el prologuista de Una historia de la música electrónica en el trono de Salomón, aquel fulano que veía lo justo y el refinamiento antes que nadie.
Cateterismo es un viaje multiplicado por cuatro, como las estaciones de un año y como ellas con pocas coincidencias temáticas, es decir, cuatro viajes diferentes en lo que es aconsejable experimentarlos por separado (yo lo estoy haciendo y me va muy bien). Ahora toca el invierno y me pongo con Sköl Remix, un revuelo a lo Meddle de los Floyd: oye, cada uno se coge sus referencias... vale también Edgar Froese, el de los Tangerine Dream y apretándome un poquito las tuercas hasta Laurent Garnier, ése vendabal sonoro que ha hecho moverse alguna que otra muleta.

Nada como cambiar el registro de vez en cuando. Me río yo de las Adiro.