Muere el autentico rey del rock and
roll
"El dolar dicta qué tipo de música ha de escribirse", solía decir Chuck Berry, un pesetero recalcitrante, cuando le preguntaban en las entrevistas sobre el significado de su música, de sus letras, a menudo lindando éstas las lineas que separan lo éticamente correcto: el descontento juvenil, el rock and roll: cuidado, antes de inventarse esta expresión para definir todo un movimiento musical generacional, en el argot negro de aquellos años cincuenta rock and roll eran dos palabras usadas comúnmente en las letras de los bluesman para describir la actividad sexual.
El dólar, decíamos, el espectáculo, el público divirtiéndose, ver a la gente feliz, eso si que ha sido lo que en definitiva ha importado a Charles Edward Anderson Berry a lo largo de sus 90 años de vida. Mucho más que la calidad o cantidad de sus grabaciones, de sus interpretaciones o de sus propios shows, como algunos hemos podido constatar alguna vez, mal que nos pese. Chuck Berry era el rock and roll en carne viva, su esencia más pura, más radical, más incorrecta también: "Si el rock and roll tuviese otro nombre se llamaría Chuck Berry" (John Lennon lo decía en la película Hail hail Rock and roll).
Chuck Berry era un tipo que cada año iniciaba varias giras nacionales o internacionales, prácticamente gestionadas por él mismo o a través de ese logro de secretaria-para-toda-la-vida que conservó los últimos treinta años, Miss Francine Gillium y si no surgían compromisos o contratos actuaba en el bar de enfrente de su casa ubicada en el Condado de Saint Charles, en Missouri.
Necesitaba el contacto con el público cada día sin importarle especialmente las condiciones del show: “Nunca sé quienes son mis acompañantes. Por lo general tenemos un hora, o media hora, o nada, para ensayar”, contaba el guitarrista; si lo piensas bien, nada disparatado en un artista que tuvo que moverse en sus comienzos en el Sur entre la puerta de servicio y el propio escenario de los locales en que solía actuar. Práctico y único en el negocio del espectáculo, su único backline fue su guitarra, su único guión en escena el paso del pato -Duckwalk-: ”mi equipaje siempre fue un peine y un cepillo de dientes”, decía. Aparecía en la sala, le presentaban al grupo local que ya se sabía sus canciones de memoria (¿quien no ha tocado una vez en su vida Johnny B. Goode, Roll Over Beethoven, Little Queenie...?) y los muchachos tenían una hora de concierto para adivinar los acordes que había escogido el rey para esa noche. A Berry no le gustaba alargar las funciones ni tenía repertorio para más. A veces, el resultado era dantesco pero a Chuck Berry se le consentía todo. Ha sido el autor del puñado más grande de pelotazos musicales en las listas de exitos y ventas en el menor tiempo previsible. Una gloria básicamente dirigida a blancos, a jóvenes e impetuosos blancos europeos, a jóvenes e impetuosos blancos europeos... y famosos: The Beatles, The Rolling Stones, The Animals, The Kinks... Sus característicos riffs forman parte del abecedario del género (“los he tocado todos”, solía decir Keith Richards, uno de sus satélites de guardia), su tendencia a la teatralidad, al aspaviento gratuito, a la propensión a la mueca, al esperpento, le hacían ser un personaje singular al que se le perdonaban deslices e incorreciones, incluidas algunas incomodas visitas al trullo.
Musicalmente, el grifo de la inspiración se le cerró en pocos años, no más de cinco, hasta 1964 más o menos, pero en ese tiempo, con el pianista Johnny Johnson como abanderado y el célebre bajista Willie Dixon, inventó de sobra las bases del género: un pellizco de country music importado de las mejores bodegas de Memphis y un chorreón del más sofisticado Rythm and Blues de Chicago, con los cocineros Fats Domino, Muddy Waters o Elmore James como patronos ojeadores, dieron lugar a una catarata de temazos que abrirían las puertas al rock and roll más genuino: Maybellene (la primera diana) o Rock and Roll Music, Around and Around, Carol, School Days, Sweet Little Sixteen, Memphis Tennessee y las anteriormente citadas Johnny B. Goode, Roll Over Beethoven, Little Queenie...
A los 90 años la maquina se ha parado y Chuck Berry ha dejado de fumar, ha emprendido una larga siesta que romperá su sueño cada vez que alguien ataque una guitarra con el famoso riff de Johnny B. Good o Sweet Little Sixteen, o sea, eso ocurrirá cada dos minutos en cualquier rincón del mundo. Es lo que tienen los dioses omnipresentes, imperecederos, los que están cada día dándote la tabarra... mucho más razonable si además han inventado el rock and roll.
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