9.8.08
Central Park y otras yerbas
a propósito de Nueva York (1)
Alonso Vásquez es un doorman puertorriqueño que suele saludar con una sonrisa de oreja a oreja cada mañana desde su puesto de trabajo, la portería del 333 Este de la calle 93, a la altura de la Segunda Avenida en Nueva York: "Quise comenzar a fumar cuando era joven para ganarme el corazón de una chiquita mexicana que me gustaba, menudita ella, con unos ojos como dos farolas que fumaba como una locomotora. Nunca pude con el tabaco y no me aceptó". Alonso lo cuenta a modo de saludo, ¡morning!, en mi camino hacia la escalinata de la casa de enfrente, donde consumiré los dos primeros cigarrillos del día, los mejores. La guía neoyorkina The Village Voice anunciaba estos días el concurso que otorgaba el Premio del Mes al mejor Doorman, Portman y Handyman -manitas-, respectivamente, de Nueva York. Se lo digo y sonríe, esta vez con incredulidad. Se le escapa la sonrisa siempre bajo su enorme bigotón caribeño. No menciona sin embargo la revista ningún premio al Exterminator, el cuerpo de fuerza que trabaja para cada cuadra encargado de eliminar todo vestigio de cucaracha, roedor o animal subterráneo que pueda colarse en los pisos o apartamentos. El Exterminator -así se le conoce- suele visitar los edificios cada quince días, por si las moscas.
Contando horizontalmente desde esta casa de la 93, a cuatro avenidas de allí, se desparrama por Manhattan Central Park. Es como nuestro parque de Abelardo Sánchez pero a lo bestia, calificado igualmente como el pulmón de ésta ciudad para la que no existe el silencio. Antes de cruzar la última avenida me detengo en una gran mansión como todas las que alberga el gran corredor de la Quinta, donde la Neue Galery presenta la obra del expresionista alemán Max Beckmann. La casa/galería es suntuosa, fresquísima -Nueva York ya comienza a arder por la mañana- y envuelta en un respetuoso silencio. Preside la muestra el famoso cuadro del alemán Self-Portrait with a Horn que me recuerda el título de un viejo disco de Miles Davis. Reinan los tonos azules de Beckmann y las divagaciones sobre su acercamiento al cubismo de los años treinta y su salida por piernas de la Alemania nazi están presentes en la obra. En la galería también son admirados algunos trabajos de Gustav Klimt -soberbios-, Egon Shiele -éste en una deliciosa onda gay- y el autorretrato a tinta y lápiz de Richard Gerstl. En su fina y coqueta cafetería se reflexiona sobre lo visto y consumo la primera ragamuffin -me gusta llamar así a la versión explosiva de nuestras populares madalenas- que debe caer en nuestra excursión mensual por la Gran Manzana. Para empezar la aventura no está mal.
Músicos en Central Park
Una mini-orquesta compuesta de contrabajo, saxo, trompeta y guitarra nos espera junto a una preciosa estatua en bronce de Alicia en el País de las Maravillas, ya dentro de Central Park. Se oyen standards de Ellington y Muddy Waters en el pequeño lago con perfil idílico que rodea la alusión a Lewis Carroll. En el interior del lago juguetean los barquitos de vela alquilados para ser manejados con un mando a distancia desde la orilla, en una escena plena de bucolismo: jazz y naturaleza encendida de la mano en una mañana que pronto romperá a arder.
Feria infantil en Central Park/The Pond en Central Park. Al fondo el Hotel Plaza
Es lo que tiene Central Park, servir de marco incomparable al exhibicionismo sin fronteras: negros sesentones con atuendos imposibles haciendo piruetas y revoltijos sobre patines; una feria infantil de tiovivos y toboganes con el fondo surrealista de Henry The Horse y el organillo de Mister Kite en su campo de fresas; En Bow Bridge, sobre El Lago -uno de los tres grandes del parque-, cualquiera hubiera podido escribir una historia de amor o un crimen pasional. La admiración se extiende a la acristalada terraza para reposo y avituallamiento del caminante que sufragó Jacqueline Kennedy con la severa condición de que pudiera observarse desde su terraza de la Quinta Avenida. Por cierto, la terraza está junto al lago que también lleva su nombre unido al antiguo: Jacqueline Kennedy Onassis Reservoir, el más grande del parque. Y entre toda la sinfonía vegetal la fauna humana del bosque: titiriteros, saltimbanquis, malabaristas, oradores, músicos en rincones estratégicos, y una carrera en bucle de ciclistas, patinadores y practicantes de footing y jogging sin despreciar ninguno la combinación colorista y alternativa que demanda el gran parque -es que les gusta llamar la atención, insiste mi amiga Beatriz-. Una columna acompasada y deliciosa de mapaches desciende solemnemente de un viejo roble hasta los nenúfares del lago The Pond -literalmente La Charca-. Central Park ha sacado esta mañana que llegaba de Albacete todo su arsenal básico escoltado espectacularmente por el Metropolitan Museum of Art desde la Quinta Avenida y el American Museum of Natural History desde la Sexta, en una representación única que finalizará a la caída de la tarde cuando todos los actores retiren la tramoya hasta los primeros golpes de sol del nuevo día.
Clase de música en Battery Park
Al otro lado de la isla, en pleno downtown, otro parque el Battery prepara a la misma hora excursiones para los turistas buscando los adornos de Manhattan. La Estatua de la Libertad, por ejemplo o State Island, desde donde se admira el impacto downtown con el tremendo boquete del World Trade Center. Desde allí también puedes recorrer el contorno de la isla a bordo de un ferry. Battery recuerda el clasicismo de un remoto puerto escandinavo y los restaurantes que allí retozan son mantenidos por la fiel infantería mexicana. ¿Fiel?, "Los mexicanos andamos acá para en poco tiempo ocupar los Estados Unidos. Tenemos que recuperar lo que nos quitaron", dice Antonio, un chicano simpático alargándonos una Coronita. Nos cuenta la pérdida de Texas: "de la manera más miserable: los dirigentes que había entonces en mi país -1845- creyeron que aquel desierto inmundo y cochambroso no tenía ningún valor y enviaron cuatro gatos para defenderlo frente a todo el ejercito yanky. ¡Nos machacaron!". Paseando por su malecón, North End, se llega a Tribeca, el barrio cinematográfico de Nueva York. Algunas de sus grandes manzanas en forma de cubo son en realidad estudios de cine y en el restaurante Nobu se exponen cuadros pintados por Robert de Niro quien tiene su propio restaurante a sólo unos metros de allí, el Tribeca Grill. Esta mañana hay movimientos de cámaras, realizadores, tramoyistas y secretarias con sombrillas a pie del Hudson. La galería de Ethan Coen, a unos metros de allí, sólo puede visitarse con llamada anticipada.
Rodaje en Tribeca
En Bryant Park sin embargo, en pleno centro de Manhattan, ha cambiado la decoración. Por razones obvias ha desaparecido la coquetuela pista de hielo situada en el centro del mismo para convertirse en un pequeño parque de recreo con mesas de hierro forjado para el reposo del currante y unos pequeños quiosquillos circulares donde se sirven hamburguesas, perritos, alguna pasta y cubos de helado. Me gusta más la imagen de la plaza en invierno con su mercadillo navideño y los patinadores bailando los viejos villancicos de Count Basie y Louis Armstrong mientras el sol disputa jerarquías enviando su infantería de rayos contra la tremenda mole del Empire State. Imagen bella donde las haya.
Bryan Park en invierno
Algunas mañanas me cito con los amigos en Union Square. Allí está la Barnes & Nobles, la mejor librería del mundo dicen -con otras cinco sucursales que tiene en la isla- , también la Strand, verdadero santuario del lector con antigüedades, rarezas y libros de segunda mano. El edificio de la Virgin Records, única multinacional existente en la venta discográfica en Nueva York tras la estrepitosa caída hace casi un par de años de Tower Records. En la plaza convive todo tipo de espécimen creativo, pintores, músicos, actores, junto a los pequeños agricultores de la ciudad que organizan el Mercado Verde. En 1976, el Consejo de Medio Ambiente de la Ciudad de Nueva York estableció el programa Mercado Verde. Este programa les brinda a pequeñas familias de agricultores la oportunidad de vender frutas, verduras y otros productos agrícolas en mercados al aire libre en la ciudad. La armonía de todo el enclave está vigilada por las estatuas de Washington, Lincoln, Lafayette y Mahatma Gandhi. No hay problema.
Nueva York es una ciudad compulsiva. Y es cierto que está de moda en España. Ya sabes, al dólar le añades dos ceros y eso es lo que te cuesta en pesetas cada compra -lo siento, como que no termino de hacerme al euro-. No tienes nada mas que correr Broadway de arriba-abajo y las conversaciones en castellano te llegan nítidas. A veces da la impresión de estar en Callao. En los museos, en los grandes almacenes o en la Zona 0..., que manía de visitar lo que ya no está: La Zona 0 es un tremendo socabón vallado y en obras donde ahora que en verano Nueva York es una puerta al infierno el calor es asfixiante. Ya quitaron las fotos de los desaparecidos, el floripondeo y las dedicatorias del pueblo y queda sólo el silencio respetuoso del lugar donde una día estuvieron las Torres Gemelas, roto por el ruido de grúas y camiones de obra, de esos que sólo desprenden polvo y tropezones. El otro día veía a unos navarros en la puerta de una empresa de cambio en Wall Street. Estaban quietos y reían. En realidad, esperaban las entradas y salidas de los brookers para recoger la cortina de aire fresco que despedía el hall. Con estas perspectivas la solución siempre llega con un Starbucks, la cadena de cafés instalada ya en todo el mundo, oasis refrescante y reposo del caminante donde lo único que no debes hacer es, precisamente, pedir un café.
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