11.1.16

David Bowie, polvo en las estrellas


La fascinante aventura de Ziggy Stardust

"Yo interpreto el papel de un actor que encarna a un cantante de rock, así me quiero ganar la vida". Lo cierto de esta afirmación confesada en los años sesenta por el joven David Robert Jones es que con el tiempo resultaría absolutamente verídica. Jones pronto quiso cambiar su nombre para no coincidir con el del vocalista británico de los Monkees americanos y adoptó el del fabricante de un cuchillo muy utilizado en los conflictos bélicos, ojito (Viet-Nam en las noticias), llamado Jim Bowie. Lo que nunca podíamos imaginar los que nos sorprendimos con aquel extraordinario ejemplar de vinilo en 33 r.p.m., Space Oddity en 1969, es que su joven protagonista, vestido de la guerra de las galaxias (a unos cuantos años de distancia del proyecto George Lucas) iba en serio. Porque acto seguido inventó a Ziggy Stardust (Polvo de estrellas) y poco después a Aladdine Sane y en el colmo del transformismo animal o vegetal acabó mutándose en un perro de los de salir por piernas en cuyas primeras portadas editadas de aquel álbum del 74, Diamond Dogs, llegaba a mostrar los propios genitales del, digamos, espectro. Para ese entonces ya era Bowie, David Bowie en estado puro sin dejar de ser Ziggy Stardust. Ahora, siglo XXI, Ziggy ya es polvo en las estrellas.



"Soy un caimán, soy papa y mamá viniendo hacia vosotros, soy el invasor del espacio, seré una puta rocanroleando para vosotros, cerrar vuestras bocazas..." (Moonage Daydream), clamaba el andrógino personaje que ya andaba en 1972 tras el asalto a la Gran Manzana: Lou Reed, Andy Warhol, Iggy Pop..., personajes a los que absorbió para su propio negocio como a su admirado Mick Jagger, con quien compartió algo más que amistad, portadas discográficas y canciones (Angie, la canción emblemática de los Stones está dedicada a la mujer de Bowie, Angela Barnett). Su arte escénico ya era una dosificación habilidosa de los contrastes, todo realizado, adrede, con tendencia a la imitación y a la parodia: el hard rock con un impresionante Mick Ronson en sus mejores días de guitarrista; sus mil caras que abonaban la ambigüedad con querencia a la confusión; su sexualidad liberada; sus múltiples maquillajes ayudados por dos pupilas calidoscópicas y la ya declarada admiración desde mitad de la década setentina por absolutamente todo el mundo del bisness y el espectáculo. En 1978, David Bowie tenía a todo el mundo del negocio a sus pies.

"Prestad atención rockeros, cambios, cambios, muy pronto seréis un poco más viejos, el tiempo puede transformarme, pero yo no puedo seguir al tiempo" avisaba ya en Changes (1972). Desde entonces la vida de David Bowie ha sido la de una megaestrella que nos ha transportado a todos sus engaños, sus ficciones. Un icono. Un personaje de leyenda, con una extensa vida cinematográfica al que seguíamos a golpe de noticiosos: hoy estrena un disco con Scarlett Johanson (Anywhere I Lay My Head. 2007), ayer una canción con Pat Metheny (This is not America. 1985), con John Lennon (Fame. 1975), con Mick Jagger (Dancing in the street. 1985), o como integrante del grupo Tin Machine en 1989; ja! y como un visionario del futuro que era a golpe de video-clips en los años ochenta!, los suyos eran los mejores, los más esperados, los más novedosos, los más exigentes, los más exquisitos...



El Gran Duque Blanco, como se le llamaba en la jerga artística, afrontó el siglo XXI agarrándose a los frenos del camión que le conducía hacia una vida tan disipada y exigente. La salud también le dio algunos avisos y los años le mostraron el lado cálido de la vida. A mitad de la primera década del nuevo siglo apareció un Bowie relajado y amable, con ciertos aires condescendientes, sabedor de que llegaba del gran lío en aquel circo de veinte pistas. Con el disco Hours, en 1999, rock and roll veterano pero sin ínfulas ni atropellos, ofrecía aquella cara afectuosa y sociable del sabio vividor, una imagen encantadora. En las entrevistas sonreía de sus travesuras, incluso aunque los aceptaba con guiños maliciosos daba a entender cierta vergüenza por aquellos excesos de juventud. En la escena era sencillo, sobrio y contundente, otra vez un crack. Su álbum de 2013, The New Day, lo devoré con un interés colegial ofreciéndome algunos detalles primorosos. Aún así, pensé que había envejecido conmigo y que el Jean Genie no iba a volver jamás. De Blackstar (2016) su disco recién estrenado estos días sólo había oído el avance que hizo para la serie de televisión The Last Panthers. Bowie lanzaba su voz abigarrada y barítona conocedor ya de que el polvo de estrella que le envolvió toda su vida se estaba convirtiendo, peligrosamente, en polvo negro, en arena de galaxia, donde debe estar ya como el que vuelve a casa, convertido definitivamente en Ziggy Stardust por los siglos de los siglos.

Joder, que envidia...


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